Marrakech, la ciudad roja

Muralla de Marrakech
Muralla de Marrakech

A modo de introducción: Hay países y ciudades que a uno se le antojan familiares. Este es el caso de Marruecos y Marrakech, donde resulta, cuando menos curioso ver autobuses Alsa por toda la ciudad roja. Es Marruecos un país tan familiar, que uno se encuentra como en casa, incluso me da la impresión de haber vivido alguna vez en mi vida, tal vez en otra vida, en esta tierra (eso que uno no cree en la reencarnación ni en nada o casi nada), aunque sea éste un país desconocido para muchos españolitos, que se sienten asépticamente europeizados, y ahora relamidos por la crisis en que nos han metido los tiburones, véanse sobre todo los bancos, quienes los miman así como toda la tropa de corruptos y mangantes que existen en este país-reino de taifas (tantos unos como otros). “Dicen los tiburones o ricos que hay dios, no hay dios, no, dios es el dinero”, suele decirme mi padre en portugués brasileño, él que tuvo la suerte de conocer y vivir en Brasil, otro destino apasionante, sin duda.

Cuando era un niño soñaba con un sitio como Marruecos, y cuando lo descubrí por primera vez me quedé impresionado, y aún sigo cautivado, aunque no sea oro todo lo que reluce en Al Maghrib. Ya sabemos que los fanáticos islamistas, los tiburones, quienes mandan, son unos osados, y la población está sumida en la ignorancia, con ese miedo o temor que causa una religión anclada, en tantos aspectos, en el Medievo. Aunque me entusiasma visitar Marruecos, pues es un sitio de gran belleza, en el que se vive de otro modo, conviene ser crítico y analizar todo. De lo contrario, ya me hubiera ido a vivir allí. Algún día puede que me lance a la aventura. ¿Cómo podría sobrevivir en Marruecos? ¿Impartiendo clases de castellano? Tal vez en el Instituto Cervantes que está al final de la Avenida Mohamed V, en el barrio de Guéliz.

El Alsa también circula por Marrakech

Por lo demás, encuentro muchas similitudes entre el Bierzo de hace treinta años y nuestro vecino del sur. Entonces los rapaces bercianos -al menos los del Alto-, y los marroquíes compartíamos hábitos, y en cierto modo una forma de vida. Como anécdota diré que también los bercianos apechugábamos en la casa, en el campo, o lo que fuera menester, teníamos disciplina, éramos respetuosos con los mayores y nos encantaba jugar en la calle, al fútbol, opio del pueblo, aunque fuera con algún bote de plástico, y montar en una bici varios a la vez. Siempre había alguno que se sentaba en la barra de la bici, como seguimos viendo a los guajes marroquíes, incluso en ciudades como Marrakech. La vida entonces era natural, olorosa, incluso jodida, como lo es en Marruecos para la mayoría de sus ciudadanos, habituados a vivir en condiciones precarias, cuando los ricos, una minoría, viven en un lujo ensoñador, obsceno, y ejercen un poder vomitivo, que resulta hipnótico y deslumbrante para el pueblo. Esta es la terrible realidad. Incluso en el Bierzo algunos rapacines andaban medio descalzos y medio desnudos, con los mocos colgando. Pero de esto ya nadie se acuerda, porque nuestra amnesia funciona como una apisonadora. Ahora todos nos creemos burguesitos, y así nos luce el pelo, siempre viviendo por encima de nuestros posibles, incluso y sobre todo materiales, fantasmas que somos, construyendo castillos en el aire, como a buen seguro nos diría algún gabachín, que sí tiene por costumbre o cultura poner los pies sobre la tierra, materialistas y racionales que son los franchutes. No en vano ellos han heredado toda una filosofía fundamentada en el análisis. Pero esto es otro cantar, que daría para algún cancán.

Con dos aguadores

El pueblo marroquí, sobre todo el berebere, me recuerda al berciano de hace algunos años. La gente, por lo general, es afectuosa, hospitalaria, sencilla, y te ofrecen lo que tienen porque están habituados a compartir, a complacer al visitante, que esté dispuesto a ofrecerles su amistad.

Cada vez que visito este país se me trastocan las neuronas, y siempre encuentro a gente maravillosa, que me abre su alma, como las ensoñadoras Sanaâ, Hind y Fouzia, la simpática Hayat y la hermosa Khadija, el afectuoso camarero berebere del Toubkal o el despierto Ibrahim, quienes me ayudan a conocer su cultura, su forma de ver la realidad.

Marrakech, un sueño de infancia

Marrakech es un lugar cálido que te entra por los poros del alma y te deja como hipnotizado, cual si estuvieras en trance. Marrakech es un gran oasis en medio del desierto, desde donde uno puede ver, cual postal navideña, el Atlas nevado, sobre todo en los meses de invierno.

Marrakush, en árabe, es la ciudad que da nombre al país, Marruecos o Al-Maghrib, la puesta de sol, el rojo sangre que te salpica las neuronas, el ocre que te colorea la piel y te trastoca los sentimientos hasta hacer que te brote en todo su esplendor la afectividad y aun la ternura.

Es tal mi pasión por esta ciudad que, en los últimos años, he viajado en varias ocasionas a la misma. Y siempre encuentro algún motivo para regresar. Cuando uno encuentra un lugar en el que se siente a gusto, como es el caso de esta ciudad, no hay nada mejor que visitarla cuantas veces sea necesario. Y aun podría ser interesante y estimulante vivir en ella durante algún tiempo. En estos últimos años se nota que la ciudad se ha convertido en un hormiguero de turistas, que provienen de diferentes países de Europa, incluso de América, además de los muchos marroquíes que prefieren pasar sus vacaciones de invierno o primavera en esta ciudad, porque en verano supera los cuarenta grados de temperatura. Sin duda, las mejores estaciones para visitarla son el invierno y la primavera. No es sólo la belleza de la ciudad, la que atrae a los visitantes, sino su vida animada, sus gentes hospitalarias y abiertas.

Plaza de Djemaa

El escritor Paul Bowles, apasionado de la cultura marroquí, llegó a escribir que sin la plaza de Xemáa o Jemáa-el-Fna, Marrakech no sería más que una ciudad como las demás. Puede que esto siga siendo cierto, incluso en la actualidad, porque esta ciudad roja merece la pena ser visitada aunque sólo sea por su gran plaza, centro neurálgico de La Medina. Sin embargo, Marrakech no se agota en esta plaza, ni siquiera en la vieja ciudad o medina.

Marrakech es una ciudad dividida en dos partes bien diferenciadas: la ciudad amurallada o Medina y la ciudad nueva, Guéliz, que está construida fuera de las murallas, y se extiende a lo largo de una gran avenida, Mohammed V, que va desde la Kutubía hasta un pequeña montaña seca a las afueras de la ciudad nueva. El minarete de la Kutubía recuerda, por su parecido, a la Giralda de Sevilla. No en vano sirvió de modelo para la construcción del símbolo hispalense. Asimismo, la Kutubía o Koutoubia sirve como punto de orientación al despistado visitante, viajero o turista.

En Guéliz es donde se encuentran algunos de los grandes hoteles y cafeterías. Entre los hoteles cabe destacar el Sofitel Marrakech, y dentro de la Medina está La Mamounia, hotel exótico, tal vez uno de los más lujosos de África, donde Churchill pasó gran parte de sus últimos años, y aun otros grandes, como Orson Welles y Rita Hayworth, que estuvieron alojados en el mismo. También en este hotel vemos a Stewart y Doris Day en El hombre que sabía demasiado. Aunque sólo sea por curiosidad, debido a su prestigio, merece una visita. Sin embargo, para acceder a él se requiere de una vestimenta adecuada, en tenue bourgeoise, como me dijera en una ocasión el portero. Vestido de traje o similar y calzado con zapatos. Nada de tenis ni playeras. En cuanto a las cafeterías, la mayoría mantienen una estética parisina. Se me antojan excelentes Les Négociants y el salón de thé Boule de Neige, sobre todo este último, donde se toman unos helados deliciosos, y el café es excelente, lo que no resulta frecuente en esta ciudad, puesto que los marrakchíes, al igual que el resto de marroquíes, prefieren el té a la menta, su whisky bereber.

En realidad, Guéliz es una ciudad construida según estilo francés, lo cual puede llegar a sorprender al viajero o turista, que crea que ésta es una ciudad bien árabe.

Jemáa-el-Fna o Xemáa El Fna

La plaza de Djemaa-el-Fna, que es el centro de la medina de Marrakech, se transforma cada día, y cada noche, en un gran teatro al aire libre, un lugar de encuentros, a veces licenciosos, un espectáculo impresionante, que te invita a participar. En esta plaza uno siempre acaba encontrando su sitio.

Kutuba

Djemáa o Jamáa-el-Fna significa mezquita de los moribundos o de la finitud, también se le conoce como la plaza de los muertos o del Apocalipsis, porque en otros tiempos era el lugar donde se ejecutaban a los criminales. Gracias a nuestro gran escritor Juan Goytisolo, quien le dedica un capítulo extraordinario en su libro Makbara, esta plaza fue declarada patrimonio oral e inmaterial de la Humanidad por la Unesco hace ya algunos años. Y en ella rodó Hitchcock algunas secuencias de El hombre que sabía demasiado, cuando esta plaza albergaba la estación de autobuses (la gare routière). Es poco probable que exista una plaza similar en algún otro sitio del mundo. La plaza es en sí misma un espacio abierto en todos los sentidos del término, donde tienen cabida propios y extraños, seres de toda raza y condición, artistas y viajeros, un espacio donde las clases y jerarquías sociales se diluyen, como bien dijera Goytisolo. En la Jemaa entras en un mundo mágico, que por otra parte te devuelve a tu infancia de cuentacuentos al amor/calor de una lámpara de petróleo cual si estuvieras en un cuento maravilloso de Las mil y una noches.

Uno puede quedarse absorto contemplando el caos sagrado de la animación: vendedores de cigarrillos, que no dejan de sonar sus monedas, como llamada de atención, puestos de zumo natural, zumos sabrosos y baratos, a tres dirhams el zumo, y si tomas dos, el vendedor te suele invitar al tercero, vendedores de plantas medicinales y pócimas, viejos y ciegos sentados en espera de que Alá o algún turista les obsequie unas monedas, aguadores ataviados con sus trajes y sombreros rojos, dispuestos a tocarte la campanilla y ofrecerte un vaso de agua a cambio de unos dirhams, puestos de caracoles, multitud de improvisados restaurantes al aire libre, climatizados, como me dijera el simpático Ibrahim, en los que puedes comer desde unos calamares fritos hasta un cuscús, tajine o pinchitos morunos… y como postre, y a veces invitación, un té a la menta. Cuando cae la tarde los restaurantes alumbran sus bombillas y encienden sus parrillas para que los muchos visitantes que se acercan a la plaza puedan degustar su gastronomía, hay tipos, habilidosos y políglotas, que te abordan para que vayas a su puesto, te acomodas o te acomodan en un banco que compartes con otros comensales, de modo que puedes conversar con ellos, la competencia entre los puestos de comida está servida, cada restaurante tiene su número marcado (extremadamente organizado en la actualidad), todos se parecen, y en cualquiera de ellos se puede comer bien, siempre que uno no sea demasiado escrupuloso con la higiene. Salta a la vista que no tienen agua corriente para lavar los platos. No importa. Uno debe olvidarse de la asepsia europea. Los aromas a comida, el humo que se desprende de las parrillas, ahúman tu ropa y aun tu espíritu, y eso hace que te sientas vivo. Es como si estuvieras envuelto por un incienso culinario, que te abrieran el apetito y las puertas de la emoción. Uno no debe dejar de probar esa experiencia. Sin embargo, si prefieres un sitio barato, donde se comen sabrosos tajines, y excelentes yogures, lo mejor es acercarse a la Crémerie Toubkal, enfrente del Hotel CTM. Tiene el Toubkal una terracita bien agradable desde la que uno puede contemplar la animación de la Jemáa.

Por la plaza de Jemáa-el-Fna circulan día y noche bicicletas, burros cargados hasta los topes, carros tirados por personas, petits taxis y autobuses Alsa a unos pocos metros.

Encantadores de serpientes

Gnaouas

En la Jemáa siempre tienen su espacio los encantadores de serpientes, que se te acercan para colgarte el reptil en el cuello, y de paso te hagas la foto… foto, foto, madame, monsieur, s’il vous plaît, las cobras levantan su cabeza como si estuvieran en una danza macabra, algunas serpientes parecen aletargadas, si quieres posar para la foto o bien quieres hacerles una foto, tendrás que darles unas monedas, es la cortesía, en la Jemáa conviene llevar el bolsillo repleto de dirhams, también están los monitos y los moneros, cuya labor consiste en subirte el mono encima del hombro cuando menos te lo esperas, mujeres enmascaradas o enzarramacadas, que intentan tatuarte una rosa del desierto en la palma de la mano, o donde te haga feliz, son las mujeres veladas de la henna (al-hinna, en árabe), saltimbanquis y payasetes, faquires, tocadores de ilusiones en forma de tambores, panderetas, rabeles, banjos, vendedores de sueños, dátiles, higos, nueces, avellanas, uvas pasas y almendras, contadores de historias, algunos muy mañosos, con grandes poderes de convencimiento, improvisadas tómbolas, a ver quién es capaz de agarrar una botella de coca-cola o fanta con una caña de pescar, cuyo anzuelo es un aro, que debes introducir en la punta de la botella, mini-golfs, echadores de cartas a la sombra de un paraguas, durante el día el sol acostumbra a atizar, grupos de Gnaouas que bailan como poseídos, mientras otros no se cansan de aporrear sus tambores cual si estuvieran en trance, estos gnauas o gnawas, descendientes de esclavos negros, han sabido conservar sus ritmos africanos, y cuando tocan sus sonidos recuerdan a los tambores de Calanda del cine de Buñuel, turistas dispuestos a dejarse colgar una culebrita al cuello, tarados y parlanchines, bujarrones y chavalinas que te miran con ojitos golosinos… Bonjour, ça va? Très bien, merci. Et toi? El contacto resulta fácil, sólo tienes que quererlo. No hay más que lanzar miradas de complicidad. La mirada como sustituto del tacto, la mirada que toca y siente, acaricia y llega a conocer. La mirada que llega al otro en forma de cariño, llamada de atención, deseo de trabar conversación. Si tú le hablas a alguien, ya sea hombre o mujer, tendrás una respuesta, por lo general cordial y educada. No resulta educado obviar al otro. La plaza Jemáa resulta fascinante. Sin embargo, a determinadas horas de la noche, a partir de la medianoche, la brigada turística, esto es la poli, está al acecho y a la caza y captura del extranjero y la marroquí o viceversa, que entran en conversación. Al parecer, una islámica no puede hablar con un extranjero, que no practique su religión. Esto es lo que un poli puede llegar a decirte si te pilla hablando con una marroquí o un marroquí, aunque la charla no verse sobre temas peliagudos, véase ligoteo, sexo, etc.

En los últimos tiempos Marrakech se ha vuelto prostibularia, a resultas de las muchos buscones y meretrices que llegan a esta ciudad, y la misión de esta brigada turística no consiste en velar por los intereses de los turistas, como cabría suponer, sino en dar buena imagen de cara a la galería. Llegado el caso la brigada aprovecha para sacarse un dinero extra. Sabemos que la verdadera corrupción está en la propia brigada, y quienes tienen capacidad de ejercer poder. Lo mejor, a partir de altas horas, es abandonar la plaza en busca de un café o restaurante, por ejemplo el café de France, Argana, o cualquier otro. Incluso acercarse a la Bab Agnaou o Passage de Prince, que es una calle bien animada, con muchos pequeños cafés y restaurantes.

Desde la terraza del Café de France se tienen panorámicas maravillosas de la plaza Jemáa, las azoteas de la ciudad, y el Atlas, que en ocasiones semeja a los Alpes. Este es una de mis terrazas preferidas. Juan Goytisolo es cliente habitual del Café de France. Allí fue donde tuve la oportunidad de charlar con él en una ocasión, hace ahora unos siete años. Aquel día iba en compañía de mi alfaquí Hayat, quien se quedó sorprendida de que Goytisolo hablara tan bien árabe marroquí.

La Medina y los zocos

Medina

Penetrar en la medina, solo, sin guía, puede llegar a ser una aventura inolvidable. Si bien, la medina de Marrakech no es un laberinto de calles y callejuelas como Fès-el-Bali, tiene su encanto. A poco que te desvíes de los zocos, donde se concentra la muchedumbre y los turistas hacen sus compras, te encuentras con la vida cotidiana de los marrakchíes, con sus mercados habituales, donde ellos hacen sus compras, con ese su modo de vida en la calle. Después de deambular por la medina, durante un rato, alejado de los centros turísticos, resulta difícil que no haya algún tipo o un niño que se te acerque para conducirte a algún sitio de interés para él. “No te apetece ir a los curtidores de pieles”, te suelen decir. “Prefiero ir a Bab el-Khemis”, respondes. Para aquellos que no tengan el estómago a prueba de bomba, recomendamos que no vayan al zoco de curtidores, “le quartier de tanneurs”, en Bab El-Debbagh. El olor es nauseabundo. La vida en su estado natural, o sea. “Incluso los turistas alojados en La Mamounia -te acostumbra a decir el chaval o falso guía-, visitan este barrio”. A uno le entusiasma Bab El-Khemis, donde se monta un zoco animado, y una feria de ganados, sobre todo de burros. Otra buena forma de visitar la medina es en compañía de una marrakchía, que sea tu cómplice y amiga. De esta forma, nadie intentará llevarte adonde no quieras, y por supuesto tu guía y amiga te hará conocer mejor que nadie los lugares de interés real, lo que merece la pena para ti, y a la vez te sentirás seguro y podrás igualmente charlar con el paisanaje. Que cada cual elija el mejor modo de visitar la medina y los zocos.

En cuanto a los zocos me sigue pareciendo interesante el capítulo que les dedica Elías Canetti en Las voces de Marrakech. “En una sociedad, que tanto oculta, que esconde celosamente a los extraños el interior de sus casas, la figura y el rostro de sus mujeres e incluso sus lugares santos, esa progresiva apertura de cuanto se elabora y se vende, resulta atrayente en doble medida”. Y añade: “en los Souks… el primer precio que se ofrece constituye un acertijo inextricable. Nadie lo conoce de antemano, ni siquiera el tendero, pues existen en cualquier caso numerosos precios. Cada uno vale para la situación, el comprador, la hora del día y según el día de la semana…”.

Me encanta, después de deambular por la Medina sin rumbo fijo, echarme una siesta, esto es un decir, en la Medersa Ben Youssef, remanso de paz y espiritualidad, incluso para un no creyente, cuya arquitectura arábigo-andaluza me devuelve a mis orígenes, y luego del descanso dar una vuelta por el Mellah o barrio judío con el que también me siento hermanado.

Vida nocturna

Otra posibilidad, para aquellos a quienes les vaya la marcha, es acercarse al night club de algún gran hotel situado en Guéliz, entre otros están El Diamant Noir, Cotton Club, New Feeling, Paradise, Pachá y Jad Mahal.

Lo de night club puede sonar a putiferio. Sin embargo, se trata de clubs nocturnos, esto es discotecas, donde las leyes coránicas son contravenidas, y las mujeres suelen ser amables y cariñosas con los extranjeros, que las invitan a tabaco y a tomar unas copas. A decir verdad, lo que menos me entusiasma de esta ciudad es la vida nocturna en estos garitos. Marrakech hay que vivirla sobre todo de día, porque a partir de la medianoche los gatos se vuelven pardos.

Si viajas a Marrakech, no dejes de visitar el valle del Ourika… Te encantará. Pero este ya es otro viaje.

A Sanaâ, Hind y Fouzia, que me invitaron a soñar.
A Hayat, por su belleza amorosa.

Manuel Cuenya

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