Cañón de Entrepeñas. Furacón de los Mouros. Capítulo 4

Monserga de cronologías. En cuanto a la autoría de la pintura Esquemática leonesa, lo más fácil es endosársela a los primitivos movimientos metalúrgicos, en especial al Calcolítico, hacia el tercer milenio antes de Cristo. Esta es la fecha que menos le pilla los dedos a los estudiosos, pues datan las pinturas a partir de los motivos decorados en la cerámica (ídolos, soliformes, zoomorfos, antropomorfos, y demás tecnicismos pomposos.) hallada en yacimientos de edad concreta, no importa que tales yacimientos estén alejados centenares de kilómetros. Sostienen que la decoración grabada en las vasijas, se plasmó al mismo tiempo en los abrigos rocosos. Pocos de estos catedráticos se preguntan algo de cajón: qué fue antes, el huevo o la gallina? O sea, qué fue antes, el alfarero o el pintor. Ciertamente el pintor, heredero de aquellos que cientos de miles de años atrás, con un palo esbozaban   pensamientos en la arena.

Los alfareros encontraron inspiración en los viejos santuarios. Investigadores comprometidos, reconocen que el Esquematismo no puede ser considerado, por sí mismo, un indicador cronológico, pues ya aparece en el Paleolítico superior. Las pinturas de un roquedo no se pintaron todas a la vez, de un tirón, ni sólo por  un  artista,  sino que fueron acumulando firmas  y  signos  posiblemente  durante milenios. Algunos sitúan el origen del Esquematismo (temas como soles y quizás animales) en el Neolítico antiguo del sexto milenio antes de Cristo. Hay decoraciones esquemáticas lineales consideradas, como mínimo, precedentes del Arte Esquemático en el final del Paleolítico, pero a los expertos que sostienen esto, con los cuales comulga humildemente la precaria neurona de un servidor, los han crucificado y mantienen sus momias en salmuera. Si visitáramos cuevas de la cornisa Cantábrica: Chufín, Altamira, El Pendo, El Castillo, Tito Bustillo, El Pindal, Las Chimeneas, etc., encontraríamos en ellas, además de soberbio arte naturalista, los mismos signos de León: puntuaciones, rayas, bastoncillos, redes, diseños lineales de todo tipo, con una antigüedad  de al menos quince mil años.

Repartidas por toda la provincia hay evidencias de Homo, pongamos desde hace medio millón de años. Los erráticos cromañones también camparon aquí muy a su sabor, y quién sabe si tuvieron la necesidad de crear santuarios de paso, consignando  en nuestros roquedos lo conceptual de su repertorio, luego enriquecido por sucesivas culturas. Pero esto es difícil de probar, denota poca prudencia científica y mucha volatería en la cabeza. Habremos de esperar al avance de la tecnología, para hacer  dataciones directas sobre los pigmentos.

Miscelánea. Hoy he subido a Entrepeñas acompañado del amigo Toño Campillo. Ornitólogo empedernido, ve pájaros hasta cuando desabrocha la bragueta para cambiarle el agua al canario. Apuesto a que en las vigilias, en lugar de contar ovejas cuenta picapinos. Durante la pacífica marcha, a menudo frena y tira de prismáticos. En una de esas paradas, exclamó nervioso:

-Falco peregrinus. Hembra adulta, de cuatro años, en celo. Anillada, probablemente portuguesa, bigote característico. Acaba de comer, tiene macho y acude a su llamada… ¡Quiac, quiac, quiac!

Impresionado ante tal pericia, le hubiera creído si añadiera que el macho se llamase Pepín y acabara de terminar la mili.

-Campa, igual vuelve la suerte y asoma también el águila real.

-Están verdes…

En el Furacón hay pintado un sol. El chamán lo ejecutó rápido, sin demasiadas contemplaciones. Apenas un círculo, festoneado con 18 rayos. No buscaba la excelencia artística, sino otra cosa. Quizás dejar constancia de un culto al sol, esa es la primera ocurrencia en venir a la cabeza, pero probablemente en ese caso se habría esmerado. El asunto ocultaba otra lectura.

Recién estrenado febrero de 2013, el historiador aficionado Miguel Ángel González (recalco lo de aficionado, porque todas las buenas ideas suelen nacer en este gremio), tuvo el pálpito de plantarse en el Furacón antes del amanecer, para comprobar una teoría que le impedía dormir. Pues bien, en cuanto despuntó el luciente Febo sobre las lomas de Gistreo, un destello penetró a través del pequeño ojo de buey  e incidió de pleno sobre su homónimo petrificado; esto sólo acontece cuatro minutos al año. Es un hallazgo decisivo. Demuestra que el abrigo  tenía, además  de un propósito religioso, otro astronómico. Más aún, en mi opinión aporta pruebas sobre la época en que fue plasmado el símbolo: necesariamente cuando los nómadas se hicieron sedentarios, cuando asentaron aquellos primeros agricultores y ganaderos. Necesitaron dejar constancia de un momento clave para su economía o para su identidad  (ritos de iniciación que fueron el germen del Imbolc, por ejemplo), así poder mostrárselo a sus descendientes, aleccionarles con total exactitud. El señalar este momento durante el Calcolítico o el Hierro, cuando ya estaban dominadas la fundición, la agricultura, la ganadería, y establecidas las creencias, en la práctica hubiera sido un acto inútil por obsoleto.

 

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