Cañón de Entrepeñas. Furacón de los Mouros. Capítulo 5

Abril de 2005. Auténtica jornada primaveral. Nevadas tardías cubrieron las crestas de Catoute. Las temperaturas cálidas de ahora, favorecen el deshielo, por eso los ríos bajan salidos de madre, azuleños. Revientan de flores las urces, las carquexias, los cantuesos. Mariposas aleteando en el espacio, trinos de júbilo en el aire, sólo falta la  lira de J.R.J. En contrapartida, rulan siniestros bucles los alimoches; sepultando bosques, avanzan imparables las escombreras del progreso; al horizonte le han pegado un navajazo, fluye en el límpido aire una franja humosa, el sanguinolento rastro de las centrales térmicas.

Vuelta al Furacón, a repetir las fotografías de varias figuras, veladas por accidente durante el revelado. Gracias a la lupa gigante comprada a una gitana del mercadillo (¡Ay payo, pa descubril microbios!), desguazada de un telescopio, encontré varias pintadas nuevas, desapercibidas por su pequeño tamaño: dos “peines” y un enano muy  peculiar. De entre los 84 signos que he reproducido a la acuarela en este abrigo, dicho liliputiense brilla con luz propia. Comprime en su sencillez un sentimiento explosivo. Se trata de un hominoide tocado por tres huellas dactilares. Al número tres le han otorgado un carácter universalmente místico a través de las edades, desde las civilizaciones más antiguas, encarnando por unanimidad al Ser Supremo. Por tanto, el conmovedor pictograma representa la impotencia del hombre ante los designios incomprensibles de un dios cruel. Podríamos  traducirlo así: Ten piedad, ampara a tus siervos, Señor.

Labor de cien siglos, el lento corroer de las inclemencias ha cubierto el piso macizo del Furacón con desprendimientos del techo y de las paredes. Empleé unos minutos en examinar un puñado de piedrecitas, resultando que varias tenían toques de pigmento. El puzzle de escombros, ha de atesorar un buen número de símbolos. Devolví la grava al suelo, también sus rezos rotos, a ese sueño inescrutable del que  nunca nadie les despertará.

Puesto que esta será la última pesquisa  en  el  abrigo,  celebré  un  modesto   homenaje a los chamanes,  con un objeto mágico de fabricación casera: la bramadera. A falta de otro material, la tallé en madera pesada, de roble. Obtuve las medidas a ojímetro, proporcionales a una de hueso del Paleolítico superior hallada en la cueva del Pendo. La bramadera se considera artículo sagrado por excelencia, ni más ni menos es la morada de las almas, suele relacionarse con rituales de iniciación. Sigue siendo utilizada por salvajes australianos y amazónicos. Estas etnias, a pesar de hallarse en las antípodas la una de la otra, coinciden en creer a pies juntillas que la churinga sirve de vehículo a la voz de los antepasados. Tales venerables tablillas son mantenidas  cuidadosamente envueltas, ocultas en las hendiduras de santuarios idénticos a este en que me encuentro. Giré y giré el artefacto, bufó en el Furacón como quizá no lo hiciera en milenios. Un bramido fascinante, lúgubre, agorero. Al tiempo que danzaba y parloteaba la churinga, decorada con motivos de este abrigo y de los Corralones, reconcentré  en captar alguna fugaz visión de evos prohibidos.

Aunque la oficié solemnemente, la sintonía espiritual falló. Falló por desconocimiento de la liturgia. Antes de voltearla hubiera debido entonar una canción, ensalzando los avatares de los ancestros. Incluso teñir de negro el cuerpo desnudo, al igual que haría un indio chavante y como sugieren los extraordinarios antropomorfos del Furacón ejecutados en  manganeso o en carbono. Quien se tiñe de negro se vuelve invisible, así evita ser reconocido por el monstruo infernal que blande el azote. De todas formas, este empeño de aprendiz de brujo estaba abocado al fracaso, porque la doctrina que me han inculcado tiene los pies de barro. Nuestros principios se sustentan en barro, o mejor en lodo, en la metafísica del trinque-mangui, del trepe pisando cabezas, del pelotazo a costa de arruinar, del relumbrón falso, de acumular vanidades. Para más inri, y sin responsabilizar del fracaso a nadie más, alego lo siguiente. Cuando ya tenía lista la bramadera, conocí por indagaciones que durante el proceso de labrado y decoración de la misma, los indígenas  prohíben la presencia de  mujeres. En este detalle la pifié. A ellas  les  está  vetado  además  su  uso y  contemplación,  so pena de ser apaleadas o empaladas (Por algo será, digo yo, con el debido respeto y a riesgo de dormir en el sofá). En definitiva, admito que como aborigen soy impresentable, pues la suegra facilitó la  madera, la hija dibujó los signos, la parienta le sacó lustre con cera. Así es imposible toda conexión extrasensorial. Pienso si a mi hermosa churinga le habrán echado mal de ojo…

 

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