Cañón de Entrepeñas. Muros de Peña Redonda. Capítulo 7

A este semidesértico  comienzo del cañón le apellidaron Peña Redonda, desde el río hasta la cumbre, derrumbándose su parte oriental en dos impresionantes muros. Es la puerta de entrada a una de las biotas leonesas mejor conservadas, y la de mayor riqueza cultural: en estas murallas están manuscritos nuestros orígenes. No es que el hombre haya querido preservarla de su propia voracidad, bien al contrario, al menos en los últimos tiempos. El mérito es de los macizos obstáculos interpuestos por natura, para variar. Incluso voy convenciéndome cada vez más, al ir desarrollando este modesto estudio (ya no distingo si sobre arte rupestre o sobre mis neuras, jodida medicación bipolar de clozapina), de la necesaria alianza entre  naturaleza y dioses manes contra el avance del insaciable exterminador.

El Arquín Corto. Octubre de 2004. Registrando palmo a palmo las paredes del Arquín Corto, encontré un friso con pinturas, diminuto, a merced de todos los excesos atmosféricos. Pese al constreñimiento en una superficie de medio metro cuadrado, los trazos encandilan. Tenemos en el letrero un solo signo humanoide, representación de espíritu o deidad, los restantes son enteramente alegoría animal y un sistema de cómputo. Los dos cuadrúpedos mayores, parecen mostrar anomalías, el uno destripado, el otro desangrándose; el brujo los perfiló en un estilo casi naturalista, puso cuidado en los detalles, las cuatro líneas de crin nos sugieren caballos. Los restantes signos están abreviados, son menos descriptivos, seguramente posteriores y, digamos, una traducción actualizada de los antiguos. Quizás implorasen protección para los rebaños, ante las enfermedades. La clara diferencia en la técnica, indica autores y épocas distintas. El ideograma superior lo pintaron con colorante muy líquido, ayudados de una pluma afilada para tirar líneas finas; en los demás utilizaron instrumento de trazo grueso, pintura espesa. En cuanto a la calidad de las tintas, hay un universo de posibilidades. Necesitaban un producto específico, capaz de perpetuar sus cantinelas. En cuevas como Altamira o El Castillo, de ambiente inmutable, les bastó disolver los pigmentos en agua para conseguir una paleta de tonos maravillosos… que de estar a la intemperie hubieran sido borrados por un simple chaparrón. La pintura al aire libre es más exigente, ha de soportar durante milenios una meteorología extrema. Debieron desleír polvo de oligisto, de pirolusita, de carbón, en aglutinantes como la clara de huevo o la cola, o en aceite para obtener un sucedáneo de óleo, aunque las mezclas grasas de ninguna manera generan tonos tan vivos como los obtenidos en el cañón. Concluyendo, en cuanto a durabilidad la mistura de los primitivos resultó insuperable.

Hube de dar marcha atrás, volver sobre los pasos. La terraza es una encerrona, va estrechando el paso hasta precipitarse.

Muro de Entrepeñas. Noviembre de 2004. Por fin junté arrestos para prospectar la colosal barrera de cuarcita. Desde lejos mete miedo, de cerca te corta la respiración. Parte muy cerca de su hermano pequeño, en el Pozo de las Calderonas, apropiado nombre para un infierno. Inmediatamente después de llegar a la base, encontré pinturas. Un abigarrado grupo de signos expuestos a todas las inclemencias. Algunos bien visibles, veintitrés, otros meros borrones. Tuve problemas para copiarlos, faltó sosiego por la precariedad de apoyos. A cada minuto las botas perdían contacto, viéndome de continuo estrellado, los piños rotos. Alegre la moral por el simpar hallazgo, como un pringado rastreé la totalidad de abrigos. Varios ofrecían condiciones mucho más favorables que el pelado yacimiento descrito, sin embargo extrañamente fueron descartados.

Un esfuerzo tremendo. A las tiesas agujas, hube de sumar laderas impenetrables de urz y sardón. Una especialmente tupida, la atravesé gateando túneles taladrados por bestias colmilludas; mientras gateaba reconozco que, pese a cacarear de teófobo, me salieron espontáneas cien avemarías suplicando estuviesen ausentes las fieras. Al coronar un peñón de aspecto inofensivo, la panorámica cayó brutalmente, en un desplome tan vertiginoso como su nombre: Tartachacreos.

Puse rumbo hacia Roza las Mozas, parcela antaño sembrada de centeno por las jóvenes de Librán. Un terreno demencial. No quisiera pensar ni un instante que aquellas rapazas sufrieron tal condena por sus pecados, aunque he visto en el pueblecito tataranietas con ojos azules de una belleza perturbadora. En quién nacería semejante ocurrencia agrícola…, seguro cosa de frailones. Es un labrantío dantesco, de pendiente comparable a la de Sísifo. Las cosechas debieron costarles sudor, lágrimas, sangre; caro, si tenemos en cuenta que las ganancias se esfumaban en un festín. Recuerdo un canchal de Ancares igual de malo: Horto do Demo. Según cuentan, en él pasa ratos de asueto Satanás, cultivando grandes rocas, disponiéndolas cual si fueran surcos de lechugas gigantes.

 

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