Cañón de Entrepeñas. Los Arquinos. Capítulo 11

Octubre de 2007. Se hace notar el otoño. Cuando de mañana inicié andadura, el relente levantaba nubes de vapor, extraía los olores del amanecer. Esencias a musgo,  raíces, taninos, polvo de agua.

Alcanzar Los Arquinos, cuesta. Desde luego no es para venir un lunes, volver el martes y repetir el miércoles.  Tentar a la suerte tiene contraindicaciones.  Es arriesgado, y además hay excesivo número de signos, cuarenta, para copiarlos de una tacada. Así las cosas, lo más ventajoso era organizar un campamento. Esta grieta ofrece aceptable espacio doméstico, a cubierto de chaparrones. Antes de instalarme, agradecí la hospitalidad de los dioses manes con una libación a tierra, después le dediqué otra al gaznate. Dispositivo de acampada ligera: saco de dormir, colchoneta. Vajilla de aluminio e infiernillo de alcohol. Bolsa dosificadora, con cinco litros de agua del río. Sobres Maggi sopa de pollo, sobres Gallina Blanca sopa de pollo, sobres Knorr sopa de pollo, aprovecharé para ensayar una comparativa culinaria y sus efectos perniciosos en el estómago. Café a discreción. La tabaquera, cargada. La petaca llena de ron, más otra botella para paliar mermas de transporte. El ron reconforta, además es una especie de panacea universal, lo usaré para prevenir el escorbuto, potabilizar agua, desinfectar heridas, repeler insectos, como dentífrico, linimento muscular y combustible. Racionando las provisiones, tengo la certeza de aguantar una semana si fuera necesario.

La primera tarde fotografié, calqué, dibujé y copié bastante, animado, hasta que los ojos lagrimearon. Mucho bermellón, el rojo esencial, el rojo fundamental del mundo, pero también garanza. Como hogar provisional, la pega de Los Arquinos es carecer de barandillas, y esto es un serio problema si te mueves mucho en la cama. Recurrí al cordino para asegurarme por el pecho a un resalte, antes de entrar en el saco, no fuera el diablo a la media vuelta convertirme en carne momia mediante cien metros de caída a plomo.

Noches sin luna, noches negras, abisales. Acomodado en el fondo de las tinieblas. Un pedacito de universo destaca con viveza, jamás había observado estrellas tan rutilantes. Entre sorbo y sorbo, conceptos atravesando de sien a sien. Imposible pegar ojo ante un cielo ambiguo, al mismo tiempo del Génesis y del Apocalipsis, de nacimientos, muertes, extinciones. Los astros, al igual que niños, borrachos, locos y perros, nunca mienten; siempre están ahí, varados en un ciclo cósmico de tremenda magnitud, del que la humanidad, tan pagada de sí misma, constituye una penosa milmillonésima fracción. Faltarían deseos para asignárselos a cada estrella fugaz que cruza el firmamento. Los deseos germinan al paso de un meteoro, eso dicen. Afortunadamente perviven lo que tarda en desvanecerse su estela, mejor así, los problemas empiezan cuando atienden nuestras ambiciones. Ulula el búho real, acuden curiosos los murciélagos cada vez que enciendo el infiernillo, eché en falta el aullido de la manada. Muy abajo, un tranquilizante murmullo, nana de remolinos y espuma. Entre bocanada y bocanada, especulaciones. Está escrito allá arriba, el sino de todos y cada uno. Nuestro destino está elegido de antemano, en consecuencia es superfluo preocuparse, es inútil huir de lo que somos. Ganador, perdedor, quién decide lo que es ganar o perder. Entre sorbos y bocanadas, psicopatías. Las más antiguas culturas, aseguran que si un hombre ofrece un acto de fe, de contrición, su plegaria queda allí inamovible, incrustada en los orificios de la roca, de donde exhala a perpetuidad. Calavera, irreverente, sindiós, no compensa vivir despellejado de creencias. Tenemos los sentidos embotados. La sociedad actual nos malcría, nos vuelve títeres cibernéticos, corroe las conexiones sensoriales con el inframundo, inherentes a los primitivos pero verdaderos.

El melifluo canto de una filomena tocó diana, entonces rompió el alba.  Desde el río, reptan vahos por los paredones como víboras albinas. A las cinco de la tarde del tercer día, finalicé. Recogí el campamento, puse cuidado en eliminar los rastros de la intrusión. Costó arrancar, porque sabía que aquí dejaba unos jirones de alma, por el pálpito de que nunca volvería.

Doy término a la exploración de Entrepeñas. El proyecto ya me sobrepasa, tengo la impresión de ser hormiga empeñada en contener a una naturaleza arrolladora, inepto obstinado en desentrañar una espiritualidad sobrehumana. El cuerpo y la neurona claudican, aunque acaso queden yacimientos inéditos. Durante los años que vagué por este breve pero indómito escenario, podría haberme despeñado cien veces, o desvanecido otras tantas en el veneno de las  bichas. No hubiera sido mal desenlace. Estoy convencido, alguien veló por mí.

 

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