Frankenstein de Mary Shelley…

Boris Karloff caracterizado como el mostruo de Frankenstein
Boris Karloff caracterizado como el monstruo de Frankenstein

… y sus versiones cinematográficas. Cuando leí Frankenstein, la novela de Mary Shelley, me quedé impresionado. Relato imaginario aunque podría ser verosímil, tal como avanza la ciencia y las tecnologías. Algo así como las películas que hacía el mago Hitchcock, con esa fantasía desbordante que, llegado el caso, resulta harto creíble. Nada imposible bajo este firmamento, porque la realidad supera siempre cualquier ficción.

Frankenstein tuvo su origen en el Romanticismo, como la mayoría de figuras del horror y del espanto, gracias a la prodigiosa imaginación de Shelley. Literatura fantástica, precursora de la literatura de ciencia ficción, aunque algún día podría volverse científica: darle vida a un engendro o remiendo humano. Y por imposible que se nos antoje esto, le sirvió a la autora para mostrarnos el lado sombrío del ser humano, nuestro Hyde. Literatura en la que el viaje tiene gran importancia. La persecución del monstruo hasta los confines del globo, en el polo norte, «el imperio de los hielos eternos y la desolación». Estamos, pues, ante un relato sobrecogedor, misterioso, aventurero, con todos los ingredientes para atrapar al lector y dejarlo extasiado.

Este mito se gesta, como un Filandón leonés, en torno al fuego del hogar, aunque en ese caso fuera el verano frío y lluvioso de 1816, a orillas del lago Leman, en Ginebra (Suiza). Allí se reunieron, al amor de la lumbre, varios escritores, entre otros el doctor Polidori, el poeta Percy B. Shelley, el esposo de Mary y ella misma, para buscar entretenimiento en la narración de algunos cuentos de espíritus y fantasmas. Cada cual se propuso escribir una historia de terror. A ver quién es el mejor, se debieron decir. Y Mary Shelley la bordó. Se advierte al lector, al inicio del libro, que ese relato fue el único que llegó a concluirse. Si bien, Polidori, el amante y secretario personal del poeta Byron, también escribió, a partir de ese filandón, El Vampiro, considerado como precedente del Drácula de Stoker y Carmilla, de Sheridan Le Fanu, ésta última adaptada al cine por Dreyer, y conocida como Vampyr.

En realidad, la narración de Shelley es como un intento, bien romántico, por desafiar a dios, como hiciera el propio Baudelaire contagiándose de sífilis, rebelarse contra la muerte, ese terrible castigo o destino al que todos estamos abocados, sin que de momento podamos volver a vida, ni resucitar como Cristo, que debió ser como un Frankenstein aunque con el rostro guapo del seductor. Esa resurrección tan cantada, una y otra vez, por la religión cristiana, incluso por otras religiones, opios diabólicos, sin duda, que nos dan la vuelta al cerebro para estrujárnoslo y así dejemos de razonar con una mínima lógica. Es por esto que debemos abandonar el mito para centrarnos en el logos. Difícil tarea.

En cuanto a su estructura narrativa, que podríamos calificar de circular, porque el inicio y final se tocan, el relato comienza y finaliza con una serie de cartas y páginas del diario de Robert Walton, en las que se nos muestra un largo viaje en barco al Polo Norte, donde los tripulantes se encuentran con un extraño personaje sobre un trozo de hielo que navega por un mar de aguas congeladas, y al que acaban rescatando y subiendo al barco. Pero el final nos azota con fuerza porque este extraño personaje salta del barco para caer sobre el témpano de hielo. «Las olas le arrastraron en una especie de torbellino y se perdió en la oscuridad de la distancia».

Al inicio, luego de las páginas del Diario de Walton, toma la palabra el Doctor Víctor Frankenstein, quien nos cuenta en primera persona cuáles sus orígenes, «ginebrinos», aclara, su familia, sus antepasados, su gusto por los secretos de la naturaleza humana, las ciencias naturales, las lecturas de Paracelso y Cornelio Agrippa, la investigación en la Universidad de Ingolstadt, los misterios de la vida, la posibilidad de crear un ser humano animando la materia inerte hasta lograrlo, aunque para ello tuviera que profanar los sepulcros (algo de malditismo y satanismo está en este doctor-creador). Pero cuando lo consigue, «una triste noche del mes de noviembre», se da cuenta de su error, porque el ser creado, además de horrible, «un miserable engendro… espanto que producía aquel rostro», acaba rebelándose contra su creador y vengándose de su entorno familiar. Criatura en busca de autor. Esto también lo leemos en Niebla, la novela de Unamuno. Como su protagonista, Augusto Pérez, que se rebela contra su autor, contra su no existencia, contra esa imposibilidad de ser inmortal.

El relato sigue progresando a través de las cartas de Elizabeth Lavenza, la prima y amada del Doctor Frankenstein, y del padre de éste, Alphonse, quien le relata la muerte de William, el hermano pequeño del Doctor. La narración a través de cartas también está en el Drácula de Stoker.

La criatura comienza su venganza con el asesinato de William, del que acusan a Justine Moritz, la doncella o criada de la tía del Doctor, a quien juzgan y ajustician, propio de un tiempo de caza de brujas. A Justine la matan a pesar de la conmovedora actitud de defensa de Elizabeth ante los jueces, que no se dejan conmover por nada, casi nada, tal es su pose siniestra, cerrada y conservadora ante la vida. Entonces, es cuando el Doctor se lamenta y se culpabiliza por haber creado a este monstruo. En la peli, Remando al viento, de Gonzalo Suárez, es la propia Mary quien se siente torturada y trastocada por la invención de esta infame criatura, por haber logrado insuflar vida a su prosa y que sus palabras se carnalicen, algo que está en la mente de todo escritor, darle vida a las palabras cual si fueran seres humanos.

Mary ShelleyEl doctor siente remordimientos de conciencia y comienza a vagar como un alma en pena por los Alpes en busca de su criatura, para acabar con ella, vengando así las vidas de William y Justine, lo que le permite darse cuenta de la condición humana-animal. Continúa reflexionando y vagando hasta dar con su horrible criatura (algo así como la muerte hecha figura, según la película de Gonzalo Suárez, que recuerda la muerte que aparece en El Séptimo sello de Bergman), quien toma la voz narrativa para entablar diálogo con su hacedor, su dios, reprochándole que «todos los hombres odian a un ser desgraciado». Verdad como un templo, antaño y hogaño. A los seres desgraciados se les silencia, aparca, encierra, y aun se les humilla y apalea. El monstruo, que sólo lo es en apariencia, se siente solo y desamparado, ni siquiera es escuchado por su creador. «Hasta los condenados a muerte tienen derecho a ser oídos», le recuerda. A partir de entonces el monstruo da rienda suelta a su palabra para contarle a su creador, para contarnos, en definitiva, a todos los lectores, a la humanidad, cómo ha tenido que sobrevivir, luego de ser abandonado como un hospiciano, en los bosques, su historia en una cabaña, su aprendizaje del lenguaje, como un neonato o buen salvaje, su conciencia de identidad y/o desdoblamiento al verse reflejado en el agua, la conciencia, en definitiva, de su fealdad (el tema del doble tan empleado en la literatura y cine de horror), el asombro, como un inocente o alma sensible, ante la magnificencia de la naturaleza, el descubrimiento de la doble cara del ser humano así como su afán por la riqueza material, el aprendizaje de la vida misma, que lleva al monstruo, en un principio con buenos sentimientos, a ser descreído y vengativo, porque se siente rechazado, por ser diferente (el otro y la otredad presentes en los extranjeros, los emigrantes e inmigrantes, los que no son como es uno, tan actual), porque siente la soledad existencial en medio de unos humanos perversos y castigadores, avariciosos y altaneros, salvo el viejo ciego de la cabaña, que le tiende la mano, quizá por su condición de desvalido y semejante. «Soy viejo y estoy exiliado -le dice al monstruo-, pero me produciría gran placer poder ser útil a un ser humano que está sumido en la desgracia».

El desprecio que sufre el monstruo por parte de los seres humanos, con los que se encuentra, lo vuelve vengativo. Reniega de su creador y se declara en guerra constante contra todo el género humano. El infierno no sólo son los otros, que diría Sartre, sino uno mismo, en ese caso el lado oscuro de Frankenstein (monstruo/doctor). A pesar de declararse en contra de la humanidad, sus todavía buenos sentimientos le hacen salvar a una pequeñuela de ahogarse en un río, cuya recompensa es un tiro que le propina un tipejo. Herido y enrabietado decide vengarse, al fin, de todos, y sobre todo de su creador y la familia de éste. Y se dedica, como un Drácula, a descansar durante el día y a viajar por la noche aprovechando la oscuridad-protectora. Lo único que de verdad quiere el monstruo es que su «papá» le cree una hembra para aplacar su soledad e intercambiar con ella muestras de afecto. Como cualquier ser humano, ni más ni menos. ¿A quién no le gusta que lo quieran? Esto de pedir una compañera me recuerda la película Amarcord, de Fellini. Hay una secuencia entrañable y demoledora, en la que el tío loco del protagonista se sube a un árbol, del que no quiere bajar, mientras grita, insistente, «Io voglio una donna» (quiero una mujer). Pues, nuestro monstruito Frankenstein sólo quiere una mujer. No es mucho, otro asunto sería que le hubiera pedido un harén con odaliscas impregnadas de perfumes balsámicos y tiernas y sensuales ondulaciones como dunas en el vaivén de los mares desérticos. «Si consientes en realizar mi petición -le dice el monstruo a su creador-, ni tú ni ningún ser humano sabrá de nosotros jamás. Nos iremos a las regiones inhabitadas de América del Sur». Y añade: «El amor de otro semejante bastaría para destruir la causa de mi desesperación… Si soy perverso es porque me veo obligado a vivir en la soledad que aborrezco». Soy malo, señor juez o señora jueza, porque la sociedad me ha tratado así, como a perro sarnoso. Esto parece que quisiera decir.

Su creador, aunque en un principio se lo promete, se da cuenta de que nunca llegará a crear una hembra de la misma especie. El miedo se lo impide. Lo paraliza. El terror a que la parejita procree «engendritos», que pueblen el mundo. La fatalidad se impone como una apisonadora. No hay vuelta atrás. Elizabeth también es asesinada por la bestia, el lado sombrío del doctor, que se siente el verdadero asesino de todos ellos y un auténtico desgraciado, cuyo final trágico a manos de su criatura está cantado. Este relato, «el más fascinante y extraordinario que haya inventado una mente humana», se cierra con la continuación del diario de Walton, en el que asistimos al arrepentimiento, bien cristiano, del monstruo, «¡soy un miserable!», se lamenta, y a su crónica de una muerte anunciada: «convertiré este cuerpo deforme y horrendo en cenizas». Y cuando desaparezca, también se borrará su recuerdo. Un testamento propio del marqués de Sade o Luis Buñuel. «¡Adiós!». «Y saltó por la ventana del camarote… cayendo sobre el témpano de hielo… Las olas le arrastraron y se perdió en la oscuridad», de donde, tal vez, nunca debió salir. Pero el sueño de la sinrazón, la palabra poética produce monstruos, a veces.

Versiones cinematográficas de la novela de Mary Shelley

Aunque hay varias versiones cinematográficas del mito Frankenstein, entre otras las filmadas por Fisher, director experto en dráculas; incluso una española, la que hiciera Jesús Franco, La maldición de Frankenstein, me centraré en cuatro películas, a saber, El Doctor Frankenstein y La novia de Frankenstein, de James Whale; Frankenstein de Shelley, de Brannagh, y Remando al viento, de Gonzalo Suárez.

El Doctor Frankenstein (1931), del británico James Whale, es una versión simplificada, como no podía ser de otro modo, de la rica y filosófica novela de Mary Shelley. No obstante, el director logra una película visualmente muy atractiva, creando una ambientación sobrecogedora, tanto en interiores como en exteriores «naturales», gracias a una tenebrosa fotografía en blanco y negro y unos encuadres deudores del expresionismo pictórico alemán, con una puesta en escena expresiva, inquietante, en la que la interpretación de Boris Karloff (entonces desconocido) resulta decisiva en el papel de monstruo, aunque éste le había sido ofrecido en un primer momento a Bela Lugosi, el legendario Drácula, que lo rechazó, porque pensaba que sus dotes como actor no se reflejarían en la pantalla, tras la excesiva cantidad de maquillaje que requería el personaje. El maquillaje del monstruo, diseñado por Jack Pierce, requirió de varias capas de gasa y sustancias tóxicas con el fin de crear la apariencia singular de la criatura.

Frankenstein - Fotograma En 1935, con el mismo equipo de filmación, Whale dirige La Novia de Frankenstein, que retoma la idea apuntada en la novela de Shelley de crear una mujer que consuele al monstruo. Esta versión nos muestra escenas memorables, de una gran ternura, como la del “engendro” en la casa del ciego (fiel a la novela) o el nacimiento de su novia ante su mirada expectante. Gran parte del espíritu filosófico de la novela de Shelley está reflejado en esta película, considerada como una de las mejores del cine de terror, aunque, más que por sus secuencias de terror, se caracteriza por sus atmósferas góticas. Karloff vuelve a encarnar al monstruo, que no provoca horror sino compasión, y Elsa Lanchester interpreta de un modo magistral a su novia. Los efectos especiales son impresionantes para la época. La iluminación y la escenografía, en la línea de su anterior película, resultan igualmente espléndidas. Conviene destacar, asimismo, el prólogo de la película, en el que vemos a Mary Shelley contando, a los poetas Percy B. Shelley y a Lord Byron, cómo continúa la historia del monstruo.

Frankenstein de Mary Shelley (1994), de Kenneth Brannagh, es quizá la más fiel adaptación del relato de Mary Shelley. Como hiciera Coppola, con el Drácula de Stoker, quien tras su magistral adaptación al cine, decidió, como productor, llevar a la pantalla Frankenstein. Por su parte, Brannagh la dirigió y la protagonizó en el papel de Víctor Frankenstein, mientras que el monstruo fue encarnado por el siempre genial y convincente Robert de Niro, en un papel que no hacía ninguna referencia a Boris Karloff, ni falta que le hace.

La versión de Brannagh lo tuvo difícil porque, por un lado, ya existían varias adaptaciones de la novela, algunas bastante fieles, y por otro, incomparables obras maestras como La novia de Frankenstein, de James Whale. No obstante, el actor y director británico Brannagh se propuso que su adaptación sobresaliera de las demás como la más compleja y artística, tomando como referencia el Drácula de Coppola. Conviene matizar, sin embargo, que el realizador americano consiguió glosar en su film referentes cinematográficos, literarios, pictóricos y hasta operísticos, logrando una película de gran riqueza conceptual y narrativa, integrada con la evolución del relato. En cambio, el Frankenstein de Brannagh no pretende ser tanto una síntesis de los previos Frankensteins existentes sino aprovechar todas las resoluciones visuales de Coppola y hacerlas propias, lo que dio lugar, en esta película, a una saturación de planos con ganas de impresionar al espectador, y en algunos pasajes una mareante sucesión de travellings circulares. La muerte de Justine, la criada de los Frankenstein, que en la novela es juzgada por la muerte de William, el hermano pequeño de Víctor, es linchada en esta cinta por una muchedumbre enfurecida. Y así, en este plan. Merece la pena resaltar, por lo demás, la soberbia labor del elenco actoral, sobre todo la de Robert de Niro, un verdadero monstruo… de la interpretación.

Para finalizar, está Remando al viento (1988), película que en su día -la vi en Oviedo, de donde es originario su director-,  me cautivó, y que pasado el tiempo me sigue gustando, sobre todo ese inicio en un mar lleno de témpanos de hielo, bajo un cielo grisáceo (rodado en Noruega), que recuerda un cuadro de Caspar David Friedrich, con la música de Vaughan Williams como fondo, en concreto la Fantasía de Thomas Tallis, que resulta estremecedora. A decir verdad, una buena música salva en ocasiones una película mediocre. No obstante, la película de Suárez -a quien sigo recordando, después de su etapa como director honorario de la Escuela de Cine de Ponferrada- cuenta con los atractivos suficientes para engancharnos, sobre todo a quienes nos entusiasma la literatura, y en este caso la recreación del mito de Frankenstein, que en la película es la proyección poética, un tanto perturbada, de la mente de Mary Shelley, pues el monstruo/muerte está en ella, como una medium que invocara al espíritu perverso encargado de aniquilar a los seres más cercanos y queridos. Rodada en sugerentes escenarios naturales, como algunas playas de Asturias,  de Llanes y alrededores, donde gusta o gustaba veranear a su director; Ginebra y Venecia, entre otros, y con un reparto de lujo, entre ellos Hugh Grant, que entonces no era una estrella mediática, en el papel de Byron, o nuestro José Luis Gómez -por quien siento devoción como actor y director teatral- como Polidori, aparte de Lizzy McInnerny (Mary) o Valentine Pelka (Percy B. Shelley), etc.

Avalada por varios premios Goya, entre otros, a la dirección de Gonzalo Suárez, a la dirección artística de Chinín Burmann, y a Goldstein y Steinberg, que estuvieron nominados al Goya por el mejor sonido, aunque al final no ganaron. Dicho esto, Remando al viento bien se merece un visionado.

A modo de posdata, también en la hipnótica película de Erice, El espíritu de la colmena, hace su aparición el primer Frankenstein de Whale. Tras ver esta película, la pequeña Ana, una de las protagonistas, se pregunta el por qué de la muerte, por qué el monstruo asesina a la niña y luego lo matan a él. El asombro y misterio que provoca la muerte, simbolizada en el monstruo, en la mirada de una niña inocente. Un mundo hecho de silencios, soledad y muerte (nuestra España de posguerra) visto y mostrado con los ojos ensoñadores de una niña que confunde realidad y ficción.

 

Manuel Cuenya
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