Henry Miller

Henry Miller
Henry Miller

Henry Miller, no confundir con Arthur, es hoy un escritor casi olvidado entre filólogos y gentío del realismo sucio, el Kronen y el prozac. A Miller se le recuerda sobre todo por su faceta provocadora, por su bohemia y sentido libertario, y aun por sus modales de machito follador, porque “las gatas de raza, como los escritores de raza, follan con cualquiera -como nos recuerda Umbral en Las palabras de la tribu-. Pero eso es bueno para que sigan las especies y siga la literatura». Miller también ha sido, incluso para nuestro Umbral, más que una experiencia literaria (léase por ejemplo Diario de un snob 2.

Ahora –creo que nunca- no se estudia ni en los institutos ni en las universidades, tal vez porque sigue siendo un autor contracorriente, contra el sistema imperante, contra todas las convenciones establecidas. Permanece como oculto, y quien lo recuerda, sólo se centra en su faceta provocadora y porno, aquellos textos o pasajes suyos que están impregnados de sexo. En cualquier caso, este estadounidense nacido en Brooklyn, Nueva York, dejó una profunda huella en toda una generación de escritores, como la llamada Beat Generation, entre los que se encuentran Kerouac (On the road) y Burroughs. Por ejemplo.

Hijo de la lírica de Whitman y los subterráneos psicológicos y lúcidos de Dostoievski, Miller es conocido sobre todo por sus Trópicos, el de Cáncer y de Capricornio, ambos geniales.

Escrito el primero, Trópico de Cáncer, en la ciudad de París, donde decidió autoexiliarse en busca de la libertad que no le procuraba por aquel entonces su país, fue en la France donde Miller alcanzó el éxito, como tantos otros extranjeros por aquel entonces. En aquella época Francia, y en concreto París, era el lugar universal por excelencia, la cuna de los artistas.

Miller es como un gurú de la escritura, un maestro indiscutible, inspirado, iluminado, capaz de revelarnos la esencial. Lo primero que leí de él fue su Trópico de Cáncer, que me pareció pura dinamita. Una beca Erasmus me hizo conocer la ciudad francesa de Dijon, uno de los espacios de esta novela. El otro es París, ciudad en la que también he vivido. A Dijon había llegado Miller para dar clases de inglés en un instituto, creo recordar que fue el Lycée Carnot. Y se quedó congelado, según cuenta el propio autor, porque Dijon -doy fe- es un sitio para zorras polares y lobos esteparios, impregnado de mostaza, en la que me instalé durante algún tiempo.

Yo también acabé trabajando como profesor de español en una Academia de Lenguas, donde conocí a una canadiense de Toronto, Jessica Torrens, que me descubrió a Miller en todo su esplendor: Trópico de Capricornio, Los días tranquilos en Clichy, Primavera negra, Sexus, Nexus, Plexus… Ella lo leía en lengua original. Afortunada la gachí. Jessica daba clases de inglés y era muy milleriana. Leía a Kerouac y Bukowski, y tenía un aire con Anaïs Nin, la amante de Henry, June (Mona), Artaud, etc. A través de esta guiri rayada de ensoñación y nieve derretida en el lago Kir, Miller me supo a emoción perfumada, feromónica, excitante. Me tragué toda su prosa vitalista y autobiográfica.

A partir de ese momento decidí que Miller sería, al menos para mí, uno de los más grandes escritores que ha dado el siglo XX, y probablemente uno de los mejores de la literatura universal, aunque esto no deje de ser una apreciación subjetiva. No en vano, Miller reivindica a algunos de los maestros de la literatura como Dostoievski o Rimbaud, al que le dedica un magnífico ensayo, El tiempo de los asesinos. Además de un escritor fuera de lo común, con una voz muy personal, Miller es un filósofo y un poeta, que analiza la realidad de su tiempo y nos la devuelve cargada de lirismo.

Entre sus obras maestras cabe destacar asimismo El Coloso de Marusi, que escribió en 1941, con motivo de un viaje a Grecia, invitado por su amigo, el escritor Lawrence Durrell. «Mi amigo Durrell me esperaba en Atenas para llevarme a Corfú», escribe Miller en las primeras páginas de este libro, uno de los mejores libros de viajes que haya leído.

Con este libro Miller nos hace amar la sensualidad, la luz, el sabor griegos en todo su esplendor. «La tierra griega se abre ante mí como el Libro de la Revelación», «La luz de Grecia abrió mis ojos, penetró en mis poros, dilató todo mi ser». La próxima vez prometo volver a Grecia, con el Coloso bajo el brazo.

Leer, aunque sólo sean unas páginas de Trópico de Cáncer, sí es leer literatura, aunque si me apuráis, Trópico de Capricornio aún es más redondo que su primer libro. La verdad es que Miller se hubiera consagrado como escritor con sólo escribir un trópico, pero escribió mucho y rico, que dirían los hispanos.

El escritor necesita dedicar todo o casi todo su tiempo (su sangre) a escribir, no hay otra forma de hacerlo. Sin embargo, es fundamental entregarse a la vida, viajar, conocer… como hiciera Rimbaud, que ya jovencito dejó de escribir para viajar por el mundo “adelante” y vivir.

Miller, por su parte, sin dejar de imitar en cierto modo a Rimbaud, nos devolvió la vida a la literatura. Y comenzó a escribir con la misma pasión y avidez con que había vivido. Es único, un fenómeno en su hacer literario y vital. Tuvo la gran suerte de codearse, mejor sería decir excitarse, con Anaïs Nin, otra musa brillante y cautivadora. Las memorias de Anaïs son delicias que ya las quisiéramos muchos, pero es que la Nin no era ninguna moralista y hacía lo que le venía en gana. Se lo montaba con su marido, con Miller, con June… “me dejaría acariciar por cualquiera”, escribe en un pasaje de Incesto.

Anaïs, como Miller, disfrutaba de los instantes, de la vida y del sexo, y no era remilgada y estúpida como tantos… en esta sociedad desinfectada.

Miller ha sido sin duda una revelación, una bendición, un bautizo, que algún día, a lo mejor, me inspirará para escribir mi propio Trópico.

Manuel Cuenya

 

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