Estambul (segunda parte)

Santa Sofía
Santa Sofía

… Ciudad de las mil y una mezquitas. Resulta muy inspirador recorrer la ciudad a pie, adentrarse, sin rumbo fijo, en sus entrañas, que desprenden un intenso aroma, incluso hedor, pues se trata de una mágica y a la vez decadente ciudad, emplazada en un lugar de ensueño a orillas del mar Mármara y el estrecho del Bósforo, y más allá el mar Negro, siempre entre dos mundos, el tradicional y el europeo.

Capital de tres imperios, Estambul invita a soñar con viajes lujosos en el Orient Express, de la mano de Ágata Christie y Graham Greene, y con harenes en el Topkapi, el palacio de los sultanes.

Después de dar algunas vueltas por esta ciudad de contrastes y “ciudad de las mil y una mezquitas”, me pierdo literalmente por el barrio de Fatih, que también cuenta con su propia mezquita. Me dejo llevar, una vez más, por mi instinto y brujuleo -hasta llegar al grandioso acueducto Valens-, como si de repente y bajo hipnosis, estuviera mirando para Segovia, en busca quizá de otro Estambul.

Cuando uno se siente en medio de calles y callejuelas, atestadas hasta los topes de gente, lo mejor, en estos casos, es dejarse extraviar aún más, mezclarse literalmente con el bullicio, perder incluso el norte de la realidad porque en algún momento de la historia/intrahistoria te acabarás reencontrando con ésta, si es de ley, y si no, pues ya se verá, detenerse a contemplar la algarabía: mozos tirando por carros, mercachifles y vendedores de todo tipo, desde roscas de pan, cacahuetes, churros bañados en miel o bocadillos de pescado, hasta maíces cocidos y castañas (kestane) asadas, algunos con sus carromatos de color rojo y otros con la pesada mercancía sobre la cabeza, unos graciosos como esos vendedores de helados, que además te hacen malabares con los mismos, otros tramposillos, como algunos limpiadores de zapatos que se dejan caer por Eminönü, pescadores apretujados sobre el puente de Gálata, bajo el cual existe una gran variedad de restaurantes, vendedores de lotería identificados con su gorro Milli Piyango, y hombretones contemplando el vacío pausado de sus mentes, bien relajados, mientras toman su té o café (turco, claro está), juegan al backgammon (su juego preferido) o fuman tabaco dulce y afrutado en narguiles (otra de sus pasiones).

Bab üs Selam Topkapi

En realidad, y ahora que me da por repensarlo, cualquier viaje a lugares más o menos conocidos (y sobre todo bien vendidos por las agencias de turismo, ansiosas por ganar pastamen) resulta ya puro turisteo, tal vez porque ya no existen verdaderos viajeros, salvo que uno logre ver con otros ojos, como si uno mirara por primera, como un guajín inocente que se asombrara ante lo que ve y aun pudiera plasmarlo con lírica salvaje, como hace Pamuk en su Estambul, ciudad y recuerdos -obra definitiva para quien quiera entender más y mejor esta ciudad-, acaso como esa mirada angelical de los personajes-prota de Cıelo sobre Berlín, de Wenders, que son capaces de ver la realidad en blanco y negro o en sepia, y a la vez nos redescubren el paisaje y paisanaje.

El propio Pamuk también ve esta ciudad “enorme, histórica y descuidada” en blanco y negro, con sabor a amargura por la grandeza o morriña por algún paraíso perdido. No resulta fácil, en cualquier caso, entender una ciudad, una cultura, un país, salvo que uno se sumerja en los pozos de su realidad/surrealidad o en su forma de entender la vida, y por supuesto logre salir a flote, sano y salvo, para dar cuenta de lo visto y vivido en las acaso oscuras/luminosas profundidades del ser humano en la fusión con su entorno. Como hace el bueno de Cervantes cuando nos relata las peripecias del hidalgo en la cueva de Montesinos.

Prosigo mi caminata por esta ciudad de bazares, donde todo se compra y se vende, rumbo al Mercado Egipcio o Bazar de las Especias (Mısır Çarşısı), que es más coqueto que el Gran Bazar (Kapalı Çarşı), y resulta más afectivo y cercano, incluso por el carisma de sus vendedores. En torno a este bazar “chico” se desarrolla una intensa vida comercial. Y es que Estambul respira vida por todos los poros de su alma.

Ya en la oscura noche de las almas, tal vez errabundas, en busca de algún destino, regreso a la Akbiyik Caddesi por la siempre animada calle que recorre el tranvía en dirección a la plaza de Sultanahmet. Se trata de la calle Hüdavendigar, donde se halla el Orient Express, un elegante hotel próximo a la Estación de tren Sirkeci.

Si bien el Estambul “pobre” (por tanto, no frecuentado por turistas con guita) suele dormir temprano, por la Hüdavendigar se pasean los turistas día y noche en busca de restaurantes, algunos especializados en comida turca, donde resulta habitual ver a una mujer a la entrada haciendo tortitas o crepes. Algo típico, al parecer, en estos santuarios del yantar. Siempre las mujeres trabajando duro para que los turistas, con un apetito endiablado, se coman sus “filloas”.

La Mezquita Azul

Antes de alcanzar la Akbiyik, me recreo en los obeliscos del hipódromo y sobre todo en las mezquitas, tanto la Azul (cuya belleza espiritual, hecha con seis minaretes, se me hace cautivadora) como Santa Sofía (basílica reconvertida en mezquita), a las que no me resisto a hacer unas cuantas fotos, como si quisiera capturar su alma, a través de simples imágenes. A menudo nos olvidamos los extranjeros –nos recuerda Pamuk- que lo que moldea una ciudad es tanto su apariencia exterior como el interior de sus casas y el paisaje de los espacios cerrados.

Conviene saber que se puede entrar sin pagar en todas o casi todas las mezquitas (salvo en Santa Sofía), haciendo uso, eso sí, de las reglas que impone la religión: descalzarse a la entrada, cubrirse, si uno va a pecho descubierto, etc.

Por el Bósforo

Amanece un nuevo y grisáceo día en Estambul, y aunque amenaza lluvia, lo que inevitablemente deslucirá la belleza, siento, sin embargo, una imperiosa necesidad de dar un paseo en barco por el Bósforo.

Un día sin sol puede desbaratar hasta un paseo por este estrecho o mar en movimiento. Sin embargo, las vistas sobre Estambul son hermosas desde el barco. Y quizá sea uno de los grandes placeres que ofrece esta ciudad “fantástica y antigua, pintoresca y remota”, tanto de día como de noche.

El pequeño barco sale del puerto de Eminönü y va bordeando la ladera izquierda de la ciudad, esto es, la parte europea, pasando a la altura de Tophane, el Dolmabahçe Sarayi, el barrio de Besiktas y Ortakoy hasta cruzar el impresionante puente del Bósforo, que resulta de cierto parecido con el puente 25 de Abril de Lisboa y aun con el Lions Gate de Vancouver, entre otros. No en vano, Estambul y Vancouver aúnan tanto el sabor de Oriente como de Occidente, y ambas ciudades -de gran belleza paisajística- se encuentran rodeadas por mar.

El regreso ladea la parte asiática, básicamente el barrio de Üsküdar y la Torre de Leandro, como uno de los símbolos de la ciudad, hasta el punto de partida.

Istiklal

Aunque parezca una obviedad, con sol las cosas lucen de otro modo, y esta ciudad en concreto pierde encanto cuando sopla una brisa marina helada y el cielo se queda encapotado. «A luz do sol vale mais que os pensamentos de todos os filósofos e de todos os poetas», asegura Fernando Pessoa, y es harto probable que tenga toda la razón del mundo. La luz es todo, y si no que se lo pregunten, sobre todo, a los pintores y fotógrafos.

Después de esta breve aunque sustanciosa excursión, surcando el Bósforo, me dirijo al antiguo monasterio derviche de Gálata, que se halla al final de la Galip Dede Caddesi (1-185) antes de encarar la Istiklal, pero el edificio se anuncia, según un cartelito colocado en la puerta de entrada, cerrado por restauración. Lástima que haya tantos museos y monumentos en obras, lo que me permite entrar en una tienda de música, Lale Plak, a comprar algunos cedés de música turca. Ver esta ciudad a través de sus sonidos, como hace el director Fatih Akin en uno de sus documentales, es sin duda una buena forma de adentrarse en sus esencias. Una gran diversidad musical como queda reflejada, por ejemplo, en Mercan Dede, Sezen Aksu, Omar Faruk, etc.

Derviches Giróvagos

Cuando uno viaja a Estambul, y siente devoción por la música y la danza, no debe dejar de asistir a un espectáculo de Derviches o meulevis a ritmo sufí, pues son éstos originarios de Turquía, discípulos del imán o guía espiritual Rumi o Mawlana. Resulta hermoso y estimulante verlos girar como peonzas, sobre sí mismos y en círculo, aunque su ceremonial actual esté pensado fundamentalmente para turistas, poco o nada familiarizados con su danza, conocida como sama o sema. “El valor iniciático del baile –se pregunta Juan Goytisolo-, ¿no se desvanece quizá al prodigarse en espectáculo, un espectáculo exportable para uso de turistas?”. Y añade: “Quienes practican actualmente la sama, ¿conservan los ideales sufíes o bien se limitan a ejecutar unos gestos y ritos, como meros actores profesionales?”

Derviches

A estos derviches, ataviados con túnicas blancas y sus sombreros rojos en forma de cono, también se les conoce como semazenes, giróvagos o simplemente giradores, debido a su ritual danzarín, en el que los vemos, antes de comenzar el baile propiamente dicho, con los brazos cruzados sobre su pecho, y a medida que entran en danza, comienzan a estirar sus brazos, uno ligeramente hacia arriba y otro idem de lienzo hacia abajo, mientras dan vueltas a una velocidad vertiginosa, en el sentido inverso al de las agujas de un reloj y según el ritmo musical impuesto, que sólo de mirarlos provoca mareos en el espectador.

Necesitan, supongo, una gran concentración y entrenamiento. Y sospecho, asimismo, que se procurarán elevadas dosis endorfínicas para alcanzar el éxtasis místico, gracias fundamentalmente a la música de acompañamiento con flauta y tamboriles (por momentos da la impresión de que estuviéramos escuchando a algún tamboritero leonés) y a su propio sistema de rotación.

El espectáculo está asegurado en horario de tarde-noche, salvo los martes y jueves (reservado a las danzarinas del vientre) en Hodjapasha, un antiguo hammam turco reconvertido en sala de bailes, digamos espirituales. Si alguno está interesado puede visitar esta página web: http://www.hodjapasha.com/

El viaje a Estambul llega a su fin, como todo en esta vida, al menos la conocida, porque lo importante es realmente saber si hay vida antes de la muerte, que luego todas son agonías y lamentos, que lo mejor, si se puede, es darle vuelo y rueca al cuerpo-alma en vida, que el muerto al hoyo y el vivo al bollo o al churro turco, que está delicioso, todo el “enmielado”, que una vez muertos, cebada a la burra o al burro. Qué Estambul bien vale un almuédano orquestado… y aun mucho más.

Antes de emprender rumbo al aeropuerto, me doy una vuelta por algunas calles de Sultanahmet, y como por azar –pues no es mi intención comprar- me topo con la tienda de Pedro. Y no me resisto a entrar. El dueño me recibe simpático y abierto. Por su pequeño bazar han pasado, como queda constancia en las fotografías colgadas de su pared central, nuestro presidente Zapatero (acompañado por su mujer Sonsoles), Javier Sardá y aun otros y otras como Nuria Ber, Güiza o Marta Sánchez, etc. Pero lo más sorprendente es que la hija de Pedro está amadrinada por una berciana, Sara Ramón. Increíble.

El regreso a Madrid se me antoja como una prolongación de Estambul. Es probable que sólo sea un sueño. Sin embargo, el país de la media luna con estrella sobre fondo rojo sigue persiguiéndome como un fantasma en nuestra capital del Reino, desde una exposición de fotos de mujeres turcas, que me deja impresionado, pasando por algún que otro Kebab, hasta un espectáculo de danza, Gálata. Y para rematar la “pasión turca” un baño en el hammam Mayrit. Hasta el próximo viaje.

Manuel Cuenya

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