Cracovia y Auschwitz

Cracovia es una de esas ciudades que no deja imperturbable al viajero o turista que busque acercarse al pueblo judío y su música klezmer, al teatro y al cine, a sus museos y garitos nocturnos.  Por otra parte, a unos setenta kilómetros al oeste de Cracovia está la ciudad de Auschwitz cuyos campos de concentración  siguen provocando espanto en quien decide visitarlos, salvo que ese alguien sea un psicópata que se regodea con el sufrimiento de los otros.

Cracovia y Auschwitz son ciudades marcadas por una historia criminal, pero más allá de este horror, que inevitablemente permanece en el inconsciente colectivo, siguen atrayendo al viajero, sobre todo la hermosa y monumental ciudad de Cracovia (en polaco Kraków).

En mi primera visita a Polonia no llegué a visitar Auschwitz, tal vez porque no estaba preparado para confrontarme con el horror, y preferí quedarme con el encanto de Cracovia. Aquel primer viaje fue en el verano de 2000. Entonces estaba haciendo un recorrido por la Europa del Este, pero no me sentí con ánimos para tomar un día de mi ajetreado viaje y hacer una visita al famoso campo de concentración nazi. Mas en este segundo viaje a Polonia, realizado en el pasado verano de 2005, quise experimentar la sensación que produce visitar un campo de exterminio, en este caso Auschwitz.

La ciudad de Cracovia, que conociera hace tan sólo cinco años, no es ni su sombra la Cracovia actual. Ni siquiera han transcurrido seis años. Sin embargo, la globalización, que no es más que el imperialismo yanqui dándole por detrás a la Europa del Este, y aun otros lugares del mundo, entre ellos nuestra Europa de bonanza, desempleo y desunión, ha logrado con su apantallamiento capitalista transformar Cracovia en una ciudad donde los precios de las cosas se han disparado, y aunque los polacos sigan con su moneda, el zloty, ya no resulta barato alojarse y comer en un restaurante como antaño. Cracovia es ahora una ciudad viva y animada que atrae mucho a los turistas occidentales, entre otros, a los franceses, italianos y españoles. Y hasta podría decirse que, con el paso de los años, el centro de la ciudad, la ciudad vieja o Stare Miasto se ha vuelto algo remilgada.

El turismo occidental, cuyo influjo pernicioso se atisba en el capitalismo gringo, acaba  arrasando lo que le pongan por bandera. Sin embargo, Cracovia sigue conservando esa riqueza monumental que embelesa al viajero más allá de sus tiendas fashion y sus restaurantes a la carta, situados en la Plaza del Mercado o Rynek Glówny, y sus aledaños, donde los estirados turistas del Occidente gustan poner sus asentaderas.

Cine y teatro

Durante este segundo viaje a Cracovia aproveché para visitar la Fábrica de Oskar Schindler, el que fuera uno de los lugares de rodaje de La lista de Schindler, cuyo director es Spielberg, que nos cuenta la historia de esta fábrica y cómo este industrial alemán llamado Schindler salvó del Holocausto a miles de judíos del nazismo. Ahora está en proyecto que la fábrica se convierta en un museo de arte moderno. Está en la periferia de la ciudad, a la orilla derecha del río Vístula o Wisla, en medio de un lugar gris e industrial. Para visitar esta fábrica se requiere de una reserva previa, que no hice, mas la suerte me acompañó, porque me uní a una tropa de turistas ingleses, que decidieron visitarla aquel día. Spielberg no sólo filmó en esta fábrica sino que también lo hizo en escenarios del barrio judío de Kazimierz de Cracovia, en el que hay un Museo llamado Galicja, dedicado a la cultura judía.  Al principio me sentí como desconcertado con el nombre de Galicja. Luego uno descubre que esta es una región polaca. Sorprendente.

Museo Galicja (foto Cuenya)Cracovia, además de una ciudad cinematográfica, es también la cuna teatral de Tadeusz Kantor. En el número 5 de la calle Kanonicza está la Cricoteka: el museo-teatro de Kantor. Uno se siente fascinado con los maniquíes que empleara este director teatral en sus espectáculos. Y se entretiene viendo y leyendo algunos de los textos que escribiera este autor, entre otros Wielopole-Wielopole, ciudad en la que naciera este mago de la puesta en escena.

Kantor es una de las grandes figuras teatrales del siglo XX. Conocido como el autor del llamado Teatro de la muerte. Artista prolífico, comprometido y marcado por las circunstancias bajo las cuales le tocó vivir pues presenció los horrores que se produjeron en Polonia durante la ocupación nazi en los años 1939-1945.  Aunque él no fuera perseguido por los nazis, vio cómo enviaban a su padre, un judío converso, al vecino campo de extermino de Auschwitz, donde murió.  Siempre la muerte como protagonista de sus espectáculos. De ahí La clase muerta así como El pequeño manifiesto y el Manifiesto de la muerte.

Por otra parte, es Cracovia una ciudad bien animada en noches de blanco satén. Alrededor de la Plaza del Mercado, incluso en la plaza, hay varios garitos en los que pasar la noche bailando salsa y aun otros bailes con sabor hispanoamericano. Es como si a los polacos les entusiasmaran los ritmos latinos.  Entre estos bares nocturnos, por los que merece la pena darse una vuelta, están el  Music 9 y el Frantic en la calle Szewska y  sobre todo el Klub Pod Teatr 38, sito en el Rynek Glówny, un disco pub con mucha marcha en sábados noche hasta altas horas de la madrugada. Es un lugar frecuentado por turistas en busca de diversión y chicas polacas, amables y cariñosas, que parecen desatadas en sus frenéticos bailes.

Tiene esta ciudad los ingredientes necesarios para que el viajero o turista se sienta a gusto y a la vez esté en contacto con la historia y la intra-historia en todos los sentidos.

En Cracovia, sobre todo en el barrio de Kazimierz, suele haber conciertos de música klezmer. Hay grupos bien interesantes como Klezzmates o Kroke, que de vez en cuando ofrecen conciertos maravillosos. Es Kokre uno de los grupos musicales de Cracovia con mayor proyección universal. Su música es una mezcla de estilos diversos, desde los sonidos zíngaros hasta el jazz,  aunque su punto de partida sea el klezmer. Estar en uno de sus conciertos en como adentrarse en una de esas ceremonias que te invitaran a entrar en trance hipnótico. Es tal la fuerza de su música que te dan ganas de levitar.

Desde Cracovia se puede coger un tren en dirección a la ciudad de Auschwitz, en polaco se escribe Oswiecim. Durante el trayecto entablo conversación con mi compañero de asiento, un señor de unos cincuenta años, con el rostro marcado por la tristeza, que me cuenta, a su manera, la terrible historia de este campo de concentración nazi. El recorrido en tren desde Cracovia hasta Auschwitz, si es directo,  dura en torno a  tres cuartos de hora.

“Las fotografías de los reclutas son recuerdos de muertos./  Fueron elegidos y designados por la muerte,/ en virus desconocido y fulminante/ que les hace ser capaces de dar la muerte/ a individuos de su propia especie/ y de morirse ellos mismos, cuando se les ordene./ Están destinados a la muerte.” (Wielopole-Wielopole, Tedeusz Kantor).

AUSCHWITZ
 
La estación de esta ciudad polaca es como el preámbulo desolador de lo que luego uno se encontrará. En realidad es una ciudad gris y fría, incluso en verano, que no  invita  a quedarse en ella, ni siquiera un día. Nada más apearme en la estación, pregunto por el campo de concentración nazi, y una señora, que no parece hablar más lenguas que la suya,  acierta a decirme qué rumbo tomar. Al menos entiendo su lenguaje gestual, lo cual no es poco. Auschwitz es el primer campo de exterminio. En total hay tres. El segundo, Birkenau, está a unos tres kilómetros del primero. Y aún hay un tercero conocido como Monowitz. Auschwitz es como el más representativo, donde está el Museo del Horror.

Tomo una larga calle, la que está enfrente de la entrada principal de la estación de tren, que me lleva casi derechito al campo de matanza. Antes de llegar al destino vuelvo a preguntar a unos chicos que hay en una especie de parque y éstos, amables, me indican la dirección exacta. Nada más cruzar la alambrada de la muerte, me siento como prisionero, angustiado, con esa angustia que da el olfato de la muerte, el peligro del encierro, cual un personaje de Kafka, al que hubieran detenido sin causa justificada. Sufro la metamorfosis y el proceso a la vez. Estoy inmerso en un mundo descorazonador. Miro hacia lo alto -el cielo está encapotado, amenaza lluvia- y descubro unas letras en alemán: “Arbeit macht frei”. Tiro de algunos conocimientos lingüísticos de alemán, y logro desentrañar y traducir la frasecita: “el trabajo te hará libre”. Esperpéntica paradoja. Como para reírse a lágrima viva. El trabajo, como dijera el personaje que interpreta Fernando Rey en Tristana de Buñuel, no dignifica, por mucho que se diga, ni hace libre al ser humano, salvo que este no sea un trabajo impuesto sino elegido de motu proprio, por puro placer, el trabajo impuesto sólo sirve para engordar la andorga a los cerdos que nos explotan. “¡Abajo el trabajo que se hace para ganarse la vida!… “Por el contrario, el trabajo que se hace por gusto, por vocación, ennoblece al hombre”, escribe Buñuel en Mi último suspiro, su libro de memorias. Esto es lo que creo. No dejo de pensar en las brutalidades que cometieran los nazis en su día, y en esa otra película conmovedora que filmara el gran Roman Polanski, cuyo título es El pianista. 

La verdad es que no resulta nada agradable visitar este lugar. Sin embargo, me armé de fuerza espiritual, que es sin duda la mejor manera de armarse un ser humano, y tomé el tiempo necesario, acaso insuficiente, para recorrer los diferentes pabellones que componen este inmenso campo nazi. El sitio en sí mismo resulta nauseabundo. No sólo el Paredón de la muerte, o los crematorios, sino que hay  pabellones cuyos objetos y artilugios llegan a espeluznar. No es para menos. En algunos pabellones se pueden ver los cabellos de miles de personas, en otros miles de gafas, maletas y zapatos cual si se tratara de auténticos cementerios.  Son cementerios de objetos que recuerdan a todos aquellos seres humanos que fueron torturados y exterminados de un modo gratuito. Sólo por el hecho de ser judíos o contrarios al nazismo.
 

El empacho del terror

Hay un pabellón en el que aún se pueden ver los retretes en que hacían sus necesidades los torturados. Retretes comunales que producen escalofríos. Aquel surrealismo cinematográfico, tan del gusto de Buñuel, que buscaba trastocar la realidad con las correspondientes inversiones de roles y situaciones, de forma que el acto social de la comida se hiciera en privado, y el acto íntimo de defecar se hiciera, en cambio,  en público, está presente en Auschwitz, sobre todo este último acto. Lo que no quiere decir, claro está, que Buñuel fuera un salvaje. Aunque el nazismo no deje de ser puro surrealismo en acto, cuyo subconsciente sanguinario y putrefacto acabó aflorando en todo su esplendor bestial hasta hacer estallar por los aires la naturaleza humana-animal. El horror sigue presente. No obstante. Y me resultó difícil confrontarme con él. Aunque tampoco conviene olvidarlo. Aún sigo dándole vueltas a la cabeza, y seguiré dándoselas, porque no han transcurrido más de sesenta años desde que se produjera tamaño holocausto. Por lo demás las masacres continúan en este mundo en el que impera la carnicería como seña de identidad de la especie humana.

Durante mi visita de varias horas a este campo de concentración, tuve tiempo para reflexionar acerca de la crueldad humana. Incluso tuve tiempo para soltar algunas lágrimas luego de sentarme en una especie de capilla alumbrada con cirios y música acaso klezmer en el recinto alambrado de Auschwitz. No llegué a visitar el resto de campos, ni siquiera Birkenau, donde estuviera la pequeña Anna Frank, tal vez porque me sentí empachado de tanto horror. Además, aquel día comenzó a llover con fuerza. Ese mismo día, a la noche, daba un concierto en Cracovia el grupo  Kroke. 

Cracovia y los campos de extermino de Auschwitz son lugares que dan mucho de sí y por tanto merecen no una sino varias visitas. 

Manuel Cuenya

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