El Moli

Un espíritu libre

Octavio Moralejo, “El Molinero”, o más cariñosamente “El Moli”, fue un hombre de espíritu libre. Independiente a rabiar, extremadamente creativo y fascinante. Le tocó vivir en un tiempo de restricciones, que para él fueron como cadenas que no hicieron más que espolearle en busca de horizontes diferentes. En su juventud, tratando de evadirse de cumplir el servicio militar, llegó a París, desde su pueblo zamorano, viajando en tren, en el interior de un baúl. Pronto descubrió que la vida bulliciosa de aquella gran urbe francesa no estaba hecha para él, y regresó a su Tierra del Pan. Anduvo un tiempo escondido, pero a un alma bohemia no se le puede restringir su soberanía. Vagó por distintos puntos de la geografía española, haciendo de todo o casi de todo. De limpiabotas a subalterno de novillero, pasando por actor, en una compañía ambulante, o vendedor de periódicos. Todo eventual, nada que pudiera menoscabar su pretensión aventurera. Recaló, con el paso del tiempo, en el Bierzo y sería en la localidad de Matachana donde acabaría sus días. —“No voy a morir nunca —solía decir—. A mí tienen que matarme”. Y lamentablemente así ocurrió. Un desgraciado accidente de tráfico terminó con su existencia. Nunca perdió Octavio su afán por disfrutar de lo que la vida le ponía a sus pies, no hizo ascos a nada que supusiera adentrarse en nuevas experiencias, y cuando lo que tenía entre manos, no le satisfacía, optaba por inventarse algo nuevo, otra ocupación, otra aventura, otra vida. Siempre tenía una sonrisa para regalar a quien se cruzara en su camino. Siempre un chiste, una anécdota, una historia graciosa que ofrecer. Siempre tratando de que la vida a su alrededor fuera una fiesta. Era capaz de cantar cualquier canción, cualquier copla o recitar de memoria mil poesías y otros tantos pasajes de cualquier obra de teatro. Su ingenio estaba a la altura de su inteligencia superior. Con cuatro cables y unos alambres podía hacer que su Citroën dos caballos anduviese sin ningún problema. Inventó un “casco” de moto con una cacerola y un paraguas, y lo usaba para ir en su Derbi. Los vehículos los utilizaba para acudir a los pueblos, a vender chicharros en barril y “sardinas muertas”, como él las llamaba. Pero sin duda aún es recordado por su última ocurrencia en vida. Provisto de un radio cassette, adosado en bandolera a su cuerpo, y una muñeca hinchable como pareja de baile, inventó al “hombre danza”. Con la música y su muñeca recorrió pueblos y ciudades, alegrando la vida de quien tuviera a bien pararse a contemplar su arte.

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