El chico, este viernes en los ciclos del Benevivere

Chaplin sentía debilidad por El Chico, acaso porque es una película en la que nos muestra su propia infancia en los suburbios londinenses, abandonado a su suerte o desgracia, a través de la mirada de un niño, interpretado por el prodigioso Jackie Coogan, su alter ego y un auténtico crack, marcado para siempre por esta cautivadora actuación, lo que le llevaría  a lo largo de su vida artística a hacer papeles de personajes marginales, como Oliver

Twist, bien dickensiano, como la propia niñez de hospicio que viviera/sufriera Chaplin, con una madre depresiva con sangre gitana y un padre alcohólico con orígenes judíos. Incluso recrea, con mimo y detalle, la ambientación de su Londres de infancia, con sus calles, los característicos tejados de sus casas, su población.  

Se trata, por tanto, de una obra autobiográfica, en la que el director pone toda su alma, y logra conmovernos con esta historia llena de vida y de actualidad. El chico es, en palabras del historiador Villegas López, un orbe artístico completo, como la misma vida, como toda obra genial donde la vida se resume y ordena.

El rótulo inicial nos advierte de que estamos ante «una película con una sonrisa y, tal vez una lágrima». Una síntesis perfecta de comedia y drama. Un melodrama, o sea, en su decidida intención por emocionar al público. La mujer que sale, con su bebé en brazos, de la casa de maternidad, y echa a andar por el mundo “adelante”. Que abandona a su hijo, y luego, tras su triunfo, decide buscarlo. El vagabundo que recoge al niño abandonado y, en un primer momento, pretende deshacerse de él por todos los medios… hasta que le coge cariño y lo adopta como suyo.

Tras su aparente sencillez narrativa y técnica (a menudo se le ha criticado a Chaplin su modo de filmar de un modo digamos teatral, con pocos movimiento

s de cámara, desde la perspectiva del espectador, con el que siempre está buscando la complicidad, etc.) el genio del cine nos ofrece una película inolvidable, conmovedora, impregnada de ternura y humanidad, con escenas extraordinarias: como cuando unos tipos pretenden arrebatarle el niño al vagabundo (Chaplin) que lo cuida, quien se encarga de protegerlo con uñas y dientes de sus «maltratadores». Hay un momento mágico, cuando Charlot consigue recuperar al «chico» a bordo de un camión, lo que está filmado en un primer plano, que da verosimilitud a las emociones. «En ninguna estética se ha usado el llanto de esta manera tan pura», llegó a escribir Lorca a propósito de esta obra.

A pesar de los problemas personales de Chaplin -la pérdida de su hijo recién nacido, el divorcio de su mujer Mildred Harris, entre otros-, el cineasta logró realizar, con maestría, su primer largometraje. Una superproducción para la época, en la que empleó –en su afán por la perfección- un año de intenso trabajo, que se tradujo en seis rollos de película, 150.000 metros de negativo y 300.000 dólares de gasto.

Se estrenó con gran éxito en 1921 en Estados Unidos.  A partir de este momento el cómico alcanzaría reconocimiento mundial.

Manuel Cuenya

El gran dictador

La semana anterior, debido a una alteración en el programa, se proyectó «El gran dictador» en lugar del film «Luces de la ciudad», que habíamos anunciado previamente. No queremos decepcionar a quienes habitualmente siguen la información que Manuel Cuenya, como coordinador del ciclo, nos ofrece puntualmente en Bembibre Digital, por lo que a continuación adjuntamos la reseña de este film.

El genio Chaplin, que nunca tuvo intenciones de filmar una película verdaderamente sonora, se atreve con El gran dictador, su primer largometraje hablado y una de sus obras maestras. Una cinta demoledora en la que el director nos da su particular visión del nacionalsocialismo -en concreto de Hitler aunque también aparece parodiado Mussolini-, y de los horrores de la guerra.  Tras su apariencia de burla y ridiculización, se trata de una crítica feroz a los fascismos y sistemas totalitarios. No obstante, Chaplin se encarga, al final y para quitarnos el sabor amargo, de lanzarnos un claro e intenso mensaje democrático de esperanza, paz y libertad.

El rodaje de esta peli coincide, curiosamente, con el inicio de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, y se estrenó en Nueva York en 1940. A título anecdótico, cabe decir que en España estuvo censurada hasta la muerte de Franco. Y por supuesto estuvo prohibida su exhibición en Alemania y en Italia durante muchos años.

Aunque Chaplin tuvo muchos problemas -presionado por unos y otros, incluso por los medios de comunicación-, logró realizarla con gran éxito y enorme rentabilidad económica. Lamentablemente, y a pesar de que la peli contó con cinco nominaciones a los premios Óscar, al final no llevó ninguno. Así funciona la industria del cine, que no deja de ser una poderosa arma propagandística, ideológica, de comunicación de masas.

Chaplin fue, además, acusado y perseguido por ser considerado antiamericano, y tuvo que abandonar los Estados Unidos: país en el que residía en esa época.

Una vez más, este cómico universal y todoterreno del cine se encarga del guión, la dirección y la producción de esta película, en la que interpreta magistralmente un doble papel, como Hynkel, el espantoso dictador de Tomania y como inocente barbero judío. Ambos de asombroso parecido físico, lo que da un gran juego dramático. A uno lo confunden con el otro y al otro con el uno. De hecho, la estructura dramática de esta película insiste en esta sistemática oposición entre dos personajes unidos por un idéntico bigote.

El gran dictador es una síntesis cómica, dramática y aun trágica en la que se nos muestra lo grotesco y a la vez siniestro que puede llegar a ser un tipo que se cree un superhombre y piensa que sólo tienen valor su opinión y su palabra. No en vano, Chaplin, que nació el mismo año que Hitler, se pasó dos años de su vida estudiando el personaje que acabaría inspirando el protagonista de esta historia.

 

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