Cañón de Entrepeñas. Arqueólogos en el Furacón de los Mouros

Quisieran ser estos capítulos, un pequeño recorrido por los enclaves leoneses  que guardan arte prehistórico, situados sin excepción en los rincones más brutales de nuestra naturaleza. Un viaje nada técnico, apenas las observaciones y acuarelas recogidas en el cuaderno de un caminante.

Verano de 1990. Era la primera vez que una avanzadilla de científicos penetraba en el Furacón. Abría filas el arqueólogo jefe, detrás los alumnos aventajados de la facultad de historia. Expectación, dudas frente ala veracidad del hallazgo, nerviosismo. Inspección preliminar a vuela vista y anuncio oficial del dictamen: genuina pintura  Esquemática. Felicitaciones, halagos a los pasmados descubridores por su espíritu de civismo, a la sazón Francisco Cebrones y el que suscribe estas líneas.

Sin más pérdida de tiempo en vanidades, se dieron órdenes concisas. Acción. Montaje de trípodes, cargado de cámaras fotográficas con diferentes ópticas, filtros y carretes. Tormenta de flashes. Una organización férrea, de cuartel militar. Se desplegó un plástico transparente que cubrió buena parte del abrigo, sujetado a las paredes con cinta adhesiva. A mano una pequeña bomba para avivar las pinturas pulverizando agua.

Cada ideograma quedó calcado a punta de rotulador. El arqueólogo al mando comienza a dictar en alta voz, mientras una estudiante de cuarto curso, embutida a presión en un short minúsculo, escribe. Y es maravilla contemplar que al tiempo que dicta, fuma, mide, calibra, orienta, clasifica, subdivide, en un envidiable alarde de pulpo sabio. “Panel orientado al SO 230º. Pectiniforme, a 65 centímetros del antropomorfo Nº 3. Zoomorfo, a 25 centímetros del anterior, que a su vez está pegado a un ramiforme simple de eje vertical y una serie de líneas inclinadas de tipo abetiforme. Esteliforme de múltiples rayos.” La metodología, a ojos de los aficionados que permanecen en el rincón con la boca abierta, sobrecoge. El estudio seguramente es de una técnica impecable. Frío, sin lugar para devaneos imaginativos, porque los datos no admiten opiniones. Números puros, duros, que discriminan a la idea volandera en favor de la prueba irrefutable.

 

Estos investigadores necesitan ver, palpar, sangrar la llaga para comprobar que es llaga y duele. Sin mácula que pase desapercibida a un análisis, a una evaluación, a un cálculo, a una tipología. Cerebros que serían capaces de dominar la ontología hasta formularla en algoritmos. A tal extremo es puntillosa esta labor arqueológica, en su afán de tutelar al detalle, que algunos estudios parecen la crónica forense de un macabro homicidio. “Antropomorfo en posición dextrógira, color sangre seca. Se conserva la parte superior de las dos piernas, un posible pie y parte del cuerpo. La cabeza, parcialmente conservada, se une en la zona inferior izquierda con el arranque del brazo izquierdo sin que se aprecie el cuello. Se conserva muy poco del antebrazo. Una mancha de morfología ovalada podría corresponder con el pie izquierdo. La morfología de la pierna derecha resulta bastante extraña dadas las posiciones del gemelo y del pie. La cabeza se ha visto afectada por un saltado, a pesar de lo cual se puede apreciar la barbilla, y una pequeña prominencia que podría interpretarse como la nariz.”

Nunca será suficientemente valorada la redacción de estas monografías, un trabajo de chinos si calculamos que hasta la más sucinta estación suele aglutinar varios cientos o miles de figuras esquemáticas. A propósito de este régimen gráfico-literario, sería edificante ponerlo en práctica con El jardín de las delicias, de El Bosco.

 

Casimiro Martinferre

 

 

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