Vivir en un mundo de trampas

Victor Corcoba

Me repele vivir en un mundo de artificios, donde la malicia es la regla de juego, y donde el ardid para burlar o perjudicar a alguien se ha tomado como letra de cambio y hasta regla de vida. Algo bochornoso. Bajo estas mimbres tramposas, generadoras de violaciones y de situaciones violentas, por mucho que se nos llene la boca de humanidades, jamás se podrán fortalecer y promocionar atmósferas que aviven los derechos humanos y la formación en esos derechos, que sólo pueden sustentarse sobre el derecho a la verdad, en la que no puede haber matices. La verdad es lo que es y sólo tiene un camino, el del afecto y el de la consideración por todo ser humano. Y por otra parte, como dijo el filósofo francés Barón de Holbach: “¿Qué confianza puede tenerse ni qué protección encontrarse en leyes que dan lugar a trampas y enredos interminables, que arruinan a los pleiteantes, engordan a los curiales y facilitan a los gobiernos el cargar impuestos y derechos sobre las disensiones y pleitos eternos de sus súbditos?”.  Por desgracia, el planeta está sembrado de leyes injustas, de autoridades que sólo buscan el bien para sí y los suyos,  de fuerzas interesadas que se comportan de manera despótica.

Para huir de este mundo de trampas hay que sentar cátedra con la verdad, formar opinión sincera y universalizarla. Pongamos ejemplos. Durante los últimos veinte años la Convención sobre los Derechos del Niño puede haber trabajado duro, pero los resultados continúan siendo nefastos. Millones de niños mueren antes de cumplir cinco años de enfermedades prevenibles, y muchos más no tienen alimentos, agua, educación, y son víctima de violencia y explotación. A mi juicio, lo que viene sucediendo es que somos incapaces de crear recta opinión pública, éticamente sana y moralmente auténtica. Es necesario asentar la certeza, los principios y el fundamento humano, como valor educacional. No se educa si no hay veracidad que emitir. Asimismo, se vienen resintiendo el estado de los derechos humanos en el mundo con el impacto de la crisis financiera global, tal es el caso de la educación de millones de niños en los países en desarrollo. También el empleo informal en los países en desarrollo reduce la capacidad de éstos de beneficiarse de la apertura del comercio, creando trampas de pobreza para los trabajadores en transición entre empleos. Por desdicha, los prisioneros de las trampas suelen ser los países más pobres. Habría que liberarlos. Algunas de esas trampas se refieren a la corrompida autoridad.

De igual modo, en una sociedad injertada por las trampas es muy difícil construir un mundo de mundos habitables, por mucho que cuidemos las formas o tratemos de dar buena imagen. La cuestión es el fondo humano, la capacidad de abrirnos a los demás sin afán de dominio. Ya está bien de devastar pueblos por luchas de poder o de utilizar como instrumento represivo contra oponentes políticos las desapariciones forzosas, que en otra época se atribuían en su mayoría a las dictaduras militares, pero que en la actualidad se producen en conflictos internos, siendo una de las peores violaciones de derechos humanos, porque deshumanizan a las personas. Qué fácil es ser engañado por tantas voces que, en nuestro orbe, sostienen visiones corruptas, sin tener en cuenta el respeto a la persona. Únicamente los valores morales dignifican las relaciones humanas. Ciertamente, andamos escasos de buenos guías que respeten nuestra libertad y nuestro culto de sentirnos libres. Las trampas de los adultos hacia los jóvenes es otra muestra más de fingida cultura que se transmite. La juventud, que por si misma es un valor, a la primera de cambio suele caer hipnotizada poseyendo el mayor número de bienes posible y objetos de lujo, como si la felicidad dependiese de lo que tenemos, en lugar de lo que somos.

En un mundo de trampas lo que conviene activar es la confianza, y no hay otra forma mejor de ganarla, que con la verdad. Por mucho que se legisle, que la norma sea poderosa, más poderosa es la mentira. Lo refrenda el lenguaje popular cuando dice que “quien hace la ley hace la trampa”. La verdad tiene que hacerse cultura y sentir esa cultura como necesidad. Por consiguiente, la primera preocupación de aquellos que tienen responsabilidades públicas, debería consistir en legislar lo justo y preciso para la maduración de la conciencia ética de las gentes. Este es el verdadero progreso del mundo. Sin moral es complicado avanzar en la consolidación de la democracia, la buena gobernanza y el Estado de Derecho (apoyo al pluralismo político, libertad de expresión y un sistema judicial saneado); suprimir la pena de muerte en los países que aún la aplican; luchar contra la tortura a través de medidas preventivas (como la formación de policías y la educación) y represivas (creación de tribunales internacionales y juzgados de lo penal); combatir el racismo y la discriminación, asegurando el respeto de los derechos políticos y civiles.

En absoluto es ético dejar morir a personas por contradecir a gobiernos que manejan a su antojo los fondos públicos, dándole preponderancia al ejército y atemorizando a la ciudadanía que discrepa de la posición oficial. Tampoco se entiende la indiferencia occidental ante la violencia contra los cristianos. Por cierto, estudios recientes indican que los cristianos son los más discriminados del mundo, cuando la libertad religiosa es una fuerza para la paz. Considero que ningún país, cualesquiera que sean sus circunstancias, puede hacer trampas y sustraerse a la obligación estricta de respetar los derechos humanos. La familia humana, las comunidades internacionales no pueden ni deben, ante estos hechos degradantes, mantenerse con los brazos cruzados y seguirle la gracia a los tramposos.
 

Víctor Corcoba Herrero / Escritor
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